Cuando ya tenía terminado este artículo, apareció la noticia de la publicación por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe de Instrucción «Ad resurgendum cum Christo» acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación, provocando un fuerte impacto mediático. La polémica está servida, pues la mayoría de las personas solo leyeron los titulares de los medios y empezaron a opinar en las redes sociales sin haber leído el documento, por cierto, muy breve.
Un tema que siempre suscita mucho interés es el de la muerte y todo lo que la rodea. Desde esta columna hablé en varias ocasiones del sentido cristiano de la muerte y lo que aporta Dios a este paso trascendental de la vida.
Hoy quiero abordar un aspecto relacionado con la muerte que es muy actual: el de la incineración y qué hacer con las cenizas si no se sigue la moda de aventarlas en un lugar significativo para el difunto o su familia. En muchas ocasiones me han preguntado por lo que dice la Iglesia al respecto. Parece ser que al Vaticano también han llegado muchas preguntas al mismo respecto y por eso ahora nos ofrecen esta respuesta convenientemente argumentada.
Antes de nada, hay que decir que la Iglesia admite la incineración como alternativa a la inhumación, siempre que eso no implique una forma de negación de la resurrección del cuerpo. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 2031 y Código de Derecho Canónico 1176, § 3).
Aclarado esto, el problema surge cuando nos planteamos qué hacer con las cenizas. La opción lógica es depositarlas en el cementerio, donde esperarán el momento de la resurrección. La incineración lo único que hace es acelerar un proceso de descomposición que, de por sí, es natural, pero no cambia para nada el respeto por los difuntos, el trato que deben recibir sus restos y el significado que tiene para los cristianos.
Según esto, igual que no tiene sentido guardar los restos mortales de una persona en casa o tirarlos en cualquier sitio ni de cualquier forma, tampoco lo tiene cuando estos restos han sido reducidos a cenizas mediante la cremación. De hecho, en muchos países está prohibido tener las cenizas de los difuntos en las casas. La incineración no afecta, por tanto, al trato que tenemos que dar a los restos mortales de nuestros difuntos.
Pero hay una razón más profunda. Para los cristianos el cementerio y la inhumación de los restos mortales de nuestros difuntos son signos de la espera de la resurrección de los muertos.
No es una cuestión baladí, y de hecho la última de las obras de misericordia es la de enterrar a los difuntos. El hecho de que en los últimos años se haya generalizado bastante la incineración no cambia en nada la obligación que tenemos de enterrar a los muertos y lo mucho que esto significa para los que tenemos esperanza en la resurrección.
Dice san Pablo que “si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe” (1Cor 15, 17. En la época actual, cuando parece que todo ha cambiado y que nos movemos por impulsos de las modas, creo que es importante tomarse en serio algo tan importante como es la muerte y su sentido, que va íntimamente unido a la esperanza que proviene de la resurrección de Jesucristo.
Por una cuestión de salud psicológica y antropológica necesitamos saber donde está el lugar donde descansan nuestros difuntos para poder hacer memoria de ellos. Por eso empieza a ser habitual ver placas con el nombre de una persona en lugares en los que se han esparcido cenizas de difuntos. No deja de ser paradójico que rechacemos depositar las cenizas en un lugar concreto de un cementerio y después tengamos que fabricar artificialmente y a posteriori eso mismo que hemos rechazado.
El final del Año de la Misericordia, precisamente en el mes de los difuntos, nos brinda esta posibilidad de reflexionar sobre la última de las obras de misericordia que es, como ya dijimos, enterrar a los muertos. Nos puede ayudar a esto la película Little Boy, producida por Eduardo Verastegui
Miguel Ángel Álvarez Pérez
Párroco de San Froilán
(Publicado en El Progreso, 6 de noviembre de 2016)
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