El Antiguo Testamento estaba lleno de esperanzadoras promesas. Dichas promesas ya están cumplidas. El amor pide presencia. Dios, que es amor sin medida, lo llena todo con su inmensa grandeza. Lo contempla todo con eterna sabiduría. Lo dirige todo con divina providencia y lo perdona todo con cordial misericordia.
De la presencia de Dios están llenos los cielos y también lo están los espacios terrestres. Pero desde la primera Navidad, su cercanía se ha intensificado. Ahora Dios vive en medio de su pueblo. Es uno de nosotros y busca que nosotros nos parezcamos a él. Dos cosas pretendió Jesús con su encarnación: redimirnos y ejemplarizarnos. Para redimirnos le bastaba poner la planta de sus pies en nuestra tierra, pero para darnos ejemplo, quiso recorrer nuestros senderos, dejándonos sus huellas en el camino, a fin de que, siguiéndolas, lleguemos a la meta sin tropiezos ni desviaciones.
La vida es un camino y nosotros unos peregrinos empujados por las horas y orientados por las enseñanzas y el testimonio de Jesús. El camino está perfectamente señalizado. Esto nos garantiza nuestro acceso a la meta, pero implica el compromiso de que también los cristianos dejemos huellas con nuestro diario vivir, como lo hizo el Mesías. Sus pasos se dejaron sentir. Imposible borrar las huellas de su caminar. El impacto de su testimonio no se podía olvidar. Su presencia garantizaba pan al hambriento, movilidad al paralítico, acogida amorosa al pródigo…y este singular comportamiento daba prestigio a su persona y credibilidad a su doctrina. A la luz de sus enseñanzas, los enemigos huían derrotados y en torno a su persona, se alineaban miles de discípulos. El talante de este singular sembrador asombraba a sus contemporáneos. La valoración de las huellas de Jesús nos la recuerda el Papa Francisco en la convocatoria del Sínodo de los Obispos, para que todos juntos, jerarquía y fieles, las hagamos nuestra en nuestro diario vivir y sirvan de «vieiras” a nuestros hermanos en su caminar por sendas de fe y de fraternidad.
El Pontífice nos señala que tres son los hitos del Sínodo: ENCUENTRO, ESCUCHA y DISCERNIMIENTO. Así lo hizo el Señor. Vino a la tierra y se puso a caminar a nuestro lado, interesándose por nuestros problemas. Fue un encuentro sanante: pregunta, no por curiosidad personal, sino para poder diagnosticar nuestras deficiencias y ponerles remedio. Jesús tiene claro que su vocación es redentora, y la vive con cordial responsabilidad.
Este comportamiento de Jesús es la primera «vieira «que nos indica el camino para encontrarnos con el divino sanante. A tal encuentro se le llama vida interior, vida de piedad, vida de intimidad con Dios. Cuidemos nuestras relaciones con él, ya que ésta es la primera intencionalidad sinodal.
La segunda «vieira» es la ESCUCHA para conocer las dolencias que padece la Iglesia en estos momentos, y someterla a un tratamiento renovador. Oímos muchas denuncias contra la autenticidad ministerial de las autoridades eclesiásticas; contra la metodología pastoral pero no basta con oír, es necesario escuchar. El oír sirve para informar. Sólo el escuchar nos puede mover a poner remedio. Escuchemos al Espíritu, para que nos diga lo que debemos aportar a la Iglesia en estos momentos, y escuchemos a los cristianos de a pie, para ver lo que necesitan, y prestémosles nuestra ayuda con toda generosidad.
Del encuentro y de la escucha, surge la tercera «vieira» sinodal. Ellos nos iluminan para que el Sínodo sea un acontecimiento de gracia, que libere a la Iglesia de toda prepotencia mundana y a nosotros nos haga ver que los modelos pastorales repetitivos en que nos movemos no son los mejores para dar a la sociedad el talante cristiano que necesita.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de a Catedral de Lugo
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