Si alguien tiene derecho a ser feliz, éste es el cristiano; pero, a la vista de muchas vidas, da la impresión de que, en vez de ser testigos de gozo, somos portadores de resignación. Nos resignamos a sobrellevar los padecimientos de este mundo, porque nos parece que los sufrimientos de esta vida son el precio que Dios nos exige a cambio de la felicidad eterna.
Nos resignamos a no ser felices aquí en la tierra, porque creemos que ésta es la voluntad de Dios. Estamos equivocados. La voluntad de Dios es nuestra santificación. Nunca, nuestra infelicidad.
En la Biblia aparece un claro contraste entre la actitud de los dioses paganos y el Dios de los cristianos. Mientras los dioses de los paganos gozan de su felicidad, sin preocuparse de la suerte de los humanos, nuestro Dios muestra una gran solicitud por la suerte de los hombres. Él es nuestro creador y salvador liberador de esclavitudes y de opresiones injustas. El comportamiento de Dios tiene que provocar en nosotros un gozo desbordante. Para comprenderlo, lo primero que se requiere es enseñar a los hombres que los humanos no nacemos felices ni infelices, sino que nacemos para la felicidad. Pero la felicidad no nos llega como la lotería de Navidad, que sólo les toca a unos pocos. La felicidad se construye ladrillo a ladrillo, hay que colocarlos uno a uno.
Ciertamente no hay recetas infalibles para la felicidad; pero sí que hay una serie de caminos por los que se puede caminar hacia ella.
Martín Descalzo, en su libro Razones para la alegría, señala algunos, a los que él llama “caminos para caminar hacia la felicidad”. Entre otros apunta estos: Descubrir y disfrutar de todo lo bueno que tenemos. No tener que esperar a encontrarnos con un ciego, para enterarnos de lo hermosos e importantes que son nuestros ojos. No necesitar conocer a un sordo, para descubrir la maravilla del sentido del oído. No es necesario experimentar que nuestras manos se mueven según nuestra voluntad, ni ver las manos de un paralítico, para describir el gran regalo que Dios nos ha hecho, dándonos unas manos sanas para ganarnos el pan…
Bonhoeffer, en su libro titulado La ética, afirma que Dios puso en casi todas las acciones del hombre, además de su fin primario, una “ración de gozo”: la finalidad del comer y del beber es la subsistencia del hombre; pero Dios quiso que, al mismo tiempo que comemos para recuperar fuerzas, y al mismo tiempo que bebemos para evitar la deshidratación del organismo, experimentásemos el sano placer de mitigar la sed.
El problema del dolor es tan espinoso, que quizás ningún otro ha engendrado tantos ateos, ni ha provocado tantas rebeldías y blasfemias contra el cielo. Para evitar estas reacciones, lo mejor será aceptarlo con fortaleza y mirarlo con esperanza. El mundo no es Cielo, pero puede ser camino de Cielo. Nosotros corremos el riesgo de confundir los términos aguardar y esperar. Da la impresión de que sus significados son sinónimos, sin embargo, su diferencia es abismal. Aguardar hace referencia al tiempo que tiene que pasar para poder percibir la recompensa por nuestra aportación positiva a algo valorables. Esperar es la certeza de que recibiremos la gloria celestial prometida por el Señor a los que hayamos sido fieles a los compromisos cristianos. También para Jesús, el mundo fue camino de dolor y de cruz, pero su actitud lo convirtió en camino de Cielo. Jesús sintetizó si vida en aquella expresión de “todo está cumplido» con que selló sus labios en la tarde del Viernes Santos. Se había cumplido la misión del Redentor en la tierra y ahora se ha cumplido también la promesa del Padre: Jesús ya está compartiendo la gloria del Padre para siempre. Para ÉL ya se acabó la espera, y la esperanza se hizo realidad.
Este es también nuestro futuro. Hagamos de este mundo un camino que nos lleve al Cielo, porque allí también hay cabida para nosotros.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo