Cuenta John Waters en la revista “Huellas” (2013) que se encontraba un domingo en Misa, en Florencia, en la abadía de “San Miniato al Monte” y en el momento de la Consagración, recibió un golpe en la espalda. Y relata: “Me di la vuelta y vi a una señora que recogía del suelo una cámara de fotos. Nada insólito. Ya nos hemos acostumbrado a los turistas en las iglesias, con sus pantalones cortos, sus camisetas y sus inseparables aparatos para hacer fotos. Cuando era niño, todo esto era impensable. Hoy es una experiencia normal”.
Resulta curioso como nos acostumbramos a ciertos hechos. A veces esto nos irrita pero en general carecemos de motivaciones suficientes para resistir a estas costumbres. Sin embargo, el turismo religioso es un hecho que está ahí. Al turista, como a cualquier ser humano o se le acoge o se le rechaza y si queremos acogerlos nuestros monumentos no se pueden seguir ofreciendo al mundo de una forma desagradable, sin un personal que reciba al otro con civismo y profesionalidad, invitando a la gente al silencio, evitando su deambular taciturno y desorientado por las iglesias y catedrales, disparando fotos en cualquier lugar y hora, sin pedir al visitante ningún tipo de respeto o actitud.
El problema es que hoy hemos llegado al culmen de la sinrazón tolerando actitudes hacia lo religioso que acaban identificándose con la mentalidad dominante. Y es que estas maneras de pensar tratan a la fe como un residuo del pasado y de una antigua inocencia que pertenece a una forma de estar en una existencia digna de lástima. ¿Qué significa, en consecuencia, el hecho de que se permita a los turistas deambular por lugares y monumentos creados por la experiencia cristiana sin implicar más que una pizca de curiosidad y un mínimo de óbolo?
Permitir esto, de un modo desorganizado, significaría contribuir a considerar la experiencia religiosa, y el gran valor de la fe en el Misterio de Cristo y en sus sacramentos, como una pieza de museo que se puede examinar, estudiar, admirar y conservar como parte de la gratificación cultural de unas vacaciones o de un mal llamado “fin de semana”. Es verdad que el hecho religioso supone admiración, pero también devoción, fe que se vive, ora y celebra y para ello se necesitan unos gestos mínimos que expresen estas realidades. ¿Se puede caminar por la catedral de Lugo con el Santísimo permanentemente expuesto sin arrodillarse, o al menos, hacer una genuflexión profunda?
En otras religiones no permiten entrar a sus templos sin descalzarse o cubrirse, por ejemplo. En cualquier caso, acoger al peregrino y al turista es no solamente una obra de misericordia sino también un acto de profunda caridad con los hermanos desconocidos. Son muchas las razones por las que hoy es necesario cuidar el turismo religioso. Muchas personas han vivido y viven experiencias profundas de conversión, con confesión incluida, en nuestros templos y catedrales después de un tiempo de silencio y oración ante el Señor. Si vienen a nuestra Catedral por algo será. En muchos casos tienen motivaciones hondas de fe.
Por otra parte, la Iglesia Católica incluye en sus Conferencias Episcopales, Comisiones para la Pastoral del Turismo y Migraciones. El turismo religioso es objeto de atención y reflexión en la Iglesia Universal. El Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes ha publicado a este respecto numerosos documentos. Lugo con su muralla romana y su catedral, con los bellos paisajes de la Ribeira Sacra a muy pocos kilómetros, entre otros maravillosos lugares, es una gran ciudad, objeto de atención por parte de peregrinos, turistas y visitantes de todo tipo que buscan en ella la espiritualidad, la paz, la naturaleza y el descanso.
Mario Vázquez Carballo
Deán de la Catedral de Lugo
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