INDALECIO GÓMEZ VARELA | CANÓNIGO DE LA CATEDRAL DE LUGO

Miremos a la Iglesia con los ojos del corazón

enero 30, 2022 · 10:35 1

Trataré de aclararlo, partiendo de la siguiente anécdota. Un niño lo pasaba muy mal en clase porque sus compañeros del colegio le llamaban el hijo de la fea. Le decían que su madre era muy fea, y esto le desconsolaba tanto, que un día llegó a casa llorando a lágrima tendida.

Y al preguntarle su madre el porqué de aquel llanto, él contestó: “lloro porque los compañeros del cole me llaman el hijo de la madre fea. Me dicen que tú eres muy fea”. Ella, conmovida por el llanto de su hijo y por su propio deterioro facial, va corriendo al álbum de sus fotos, y escogiendo el retrato de su boda, en el que aparecía vestida de fiesta y llena de juventud y belleza, le dice a su hijo: “Así era yo, el día que me casé con tu padre; pero cuando tú eras niño, todavía un bebé, estabas durmiendo en la cuna, y un cortocircuito prendió fuego a tus ropas con peligro de abrasar tu rostro; entonces yo, sin pensarlo, puse mi cuerpo sobre tu cuerpo, evitando así que el fuego te abrasara. Afortunadamente lo conseguí, pero mi rostro quedó del todo calcinado, por proteger el tuyo de las llamas. Los cirujanos curaron las heridas de mis mejillas, pero no pudieron evitar que las cicatrices permanezcan afeando mi rostro. Yo antes no era así. Era hermosa como puedes contemplarme en la foto de mi boda».

Al oír esto, el niño abrazó a su madre y le dijo: “Mamá te quiero mucho: eres la mujer más bella del mundo».

¿Había cambiado el rostro de aquella madre? Lo que había cambiado era la mirada de su hijo. Antes la miraba con los ojos con que la miraba todo el mundo, y la veían muy fea. Ahora la mira con los ojos del corazón y la ve muy bella, porque las cosas son del color del cristal con que se miran. Esto confirma aquello de que para una madre no hay hijo feo.

La aplicación de la anécdota salta a la vista. Si miramos a la Iglesia con hostilidad, la veremos horriblemente fea. Si la contemplamos con ojos agradecidos, descubriremos en ella inmensos valores. En el alborear de la redención, Jesús nos regaló la Iglesia divina y humana. En su dimensión divina no puede ser más rica y hermosa: tiene por cabeza al mismo Hijo de Dios, y como medios de santificación, su palabra evangélica, y los siete sacramentos, y como madre protectora a María, la mujer más santa de todos los tiempos. En la historia eclesiástica, multitud de almas santas nos estimularon con su testimonio, y ahora nos prestan ayuda con su intercesión. Éstos son los valores que hacen a la Iglesia bella y apetitosa.

Sin embargo, en su dimensión terrenal, la Iglesia es vulnerable como toda institución humana. Su vulnerabilidad le afecta a su doctrina y a su moral. Doctrinalmente se vio salpicada por las herejías monocisitas, capitaneadas por Eutiques, monje egipcio, que defendía la existencia de una sola naturaleza divina en Jesucristo, cuyo error fue condenado en el concilio ecuménico de Calcedonia; el nestorianismo: Nestorio defendía que en Jesucristo existen, no sólo dos naturalezas, sino también dos personas. Sus enseñanzas fueron sancionadas como heréticas por el concilio de Éfeso, como contrarias a la ortodoxia de la doctrina católica.

En el campo de la moral, afean a la Iglesia nuestros pecados personales y colectivos: la infidelidad de algunos consagrados; la profanación de algunos santuarios; bastantes cultos sacrílegos; la persecución de nuestros misioneros, etc. Sin embargo, es admirable la actitud que la Iglesia siempre ha mantenido frente a sus adversarios. Ella hizo suya la máxima de su divino fundador: “Perdónales porque no saben lo que hacen”. Su comportamiento siempre fue devolver bien por mal. Jamás se personó como acusadora. Más bien lo hizo como madre acogedora de los hijos que habían abandonado su casa. Busca a los que se han marchado, y, cuando vuelven, no sólo les abre sus puertas, sino que celebra fiestas, por haberlos recuperado.

Ante este comportamiento, no es difícil amar a la Iglesia, aun reconociendo sus limitaciones humanas, porque todo es del color con que se mira.

Indalecio Gómez Varela

Canónigo de la Catedral de Lugo

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