En este día de la Iglesia diocesana estamos invitados a volver la mirada con agradecimiento y legítimo orgullo a nuestra fe. La vimos, quizá ya desde niños, expresada en la humanidad buena de gentes cercanas, que ponían ante nuestros ojos fe y confianza en Dios, respeto a las personas, sentido de la responsabilidad y de la compasión.
La fe tiene para nosotros el rostro de personas queridas que nos la han transmitido; de nuestras parroquias y de nuestra tierra, de sus fiestas y tradiciones, de su forma más propia de vida en las casas y en los pueblos.
Siempre será una felicidad volver la mirada a estas presencias buenas, que son nuestras raíces y nuestro hogar más personal. Y será siempre una alegría inmensa poder ver que sigue realizándose en ellas la obra del Señor Jesús, que sigue creciendo la semilla de la fe que Él ha sembrado y cuida en nuestros corazones.
Nuestro verdadero orgullo es tener al Señor como amigo, promesa de bien para aquellos que más amamos, sostén y guía de nuestras vidas, consuelo en las dificultades, misericordia en los dolores, esperanza que ni la muerte podrá desmentir.
Nuestro orgullo es ser amados por Él, del todo gratuita y a la vez radicalmente, y ver florecer este Amor en la vida de nuestros seres queridos, como perenne inicio de un mundo que se renueva. Caminamos juntos, sin desesperar nunca por la mentira o el dolor, ciertos de un destino bueno, de la morada que el Señor nos prepara, en cielos y tierra nuevos en que habita la justicia.
Y esta tradición buena, llena de vida, sigue siendo la de nuestras parroquias, la de nuestra Iglesia diocesana, habitada también hoy por rostros que nos hablan de humanidad sencilla y verdadera, de fe en Dios y de caridad. En esta nuestra casa, todos importamos, de cualquier edad o condición, la palabra o el gesto de cada uno.
Cuidemos estos hogares presentes en nuestra tierra en más de mil parroquias, sostenidas por la entrega, el sacrificio, la fe y la alegría de muchos. Y demos las gracias de corazón a todos los que las cuidan en algún servicio particular: a los sacerdotes, pero igualmente a tantos colaboradores en todas las actividades que construyen la vida de nuestras comunidades cristianas, a los catequistas, a quienes se preocupan de los templos y ayudan en las celebraciones, preparando, cantando, como acólitos o lectores, a los que hacen posible la atención de Caritas a los necesitados, a quienes cooperan en la administración de las cuentas parroquiales, etc.
Colaboremos con nuestra presencia, con nuestro aliento, con la participación y el apoyo necesario, según los medios de cada uno. No nos quedemos nunca en la sola crítica, construyamos juntos.
Cuidemos lo más importante, lo que da vida y sabiduría al corazón, hace florecer nuestra humanidad, nos enseña a vivir como hermanos, a preferir la justicia y a afrontar los desafíos de nuestra sociedad. Cuidemos a nuestra Iglesia diocesana. En ella aprendemos a conocer y a hablar con Dios, a gloriarnos sólo en el amor del Señor, Aquel que confirma la dignidad de nuestra persona más allá de cualquier poder de este mundo y nos da la esperanza de la resurrección.
+ Alfonso Carrasco Rouco
Obispo de Lugo