Dios, que por su ontológica amorosa, sintió vocación de entrega, creó al hombre para tener a quien amar, ya que amar es entregarse. De este modo, el amor creador de Dios acercó el Cielo a la tierra y con estas relaciones, Dios y el hombre se hicieron amigos, y la tierra se convirtió en paraíso de encuentro para los dos, pero sorprendentemente la concupiscencia humana se interpuso en el camino, y aquella tarde Adán no esperó al divino amigo como era su costumbre, sino que avergonzado, y miedoso, se escondió entre el ramaje del jardín, ¿Qué había ocurrido?
La amistad se había marchitado en el corazón de Adán; y puesto que el amor no pone distancia por medio, sino todo lo contrario, Dios busca encontrarse con el amigo de siempre, pero el amigo de antaño no se dejó encontrar, porque el amor había desaparecido de su corazón y en su lugar había hecho acto de presencia la infidelidad y la culpabilidad, que le hacía imprescindible; esta situación fue la causa de su huida. Pero no ha sido esta la actitud del Señor.
Dios puesto a amar, ama para siempre. En el corazón del Creador, se mantiene el amor primero, con la única particularidad de que el amor creador y paterno del primer encuentro, es ahora un amor misericordioso y compasivo. En el corazón de Dios hay cabida para todos: para Juan, el discípulo fiel, y para Pedro, arrepentido de haber negado al Maestro. Con el Evangelio en la mano, está claro que lo que impide la santidad, no son los pecados pasados, sino los apegos presentes. Quien haya negado a Cristo ayer, mañana puede ser una Teresa de Calcuta. Para ello es necesario tener quien nos conduzca al Cristo de la Misericordia, el cual, si reconocemos nuestras faltas, nos dice: “vete en paz y no peques más”.
De los sabios podemos aprender los secretos de la ciencia. De los buenos gobernantes podemos copiar la prudencia para regir acertadamente nuestras comunidades. De los astronautas, aprendemos como va el cielo. De los buenos cristianos podemos tomar ejemplo para ver cómo se va al Cielo.
Esto es tan trascendental, que Jesucristo ha llamado a algunos de sus discípulos para la misión de enseñar a sus hermanos el camino de la salvación. Estos son los sacerdotes cuyo nombre significa “don de Dios”, “hacedor de las cosas santas”, “guías del caminante”…
La escasez de sacerdotes es una pobreza en la Iglesia. La Iglesia necesita muchos sacerdotes de calidad. Necesita sacerdotes virtuosos, porque un San Francisco Javier cristianizó a mas infieles él solo, que cientos de sacerdotes mediocres. Se necesitan abundantes sacerdotes, porque su misión es sobrenatural, pero los tesoros de que son portadores, los llevan en manos de barro y su presencia es limitada; por su condición de seres humanos, no pueden multiplicar su presencia personal y estar a la vez en varios lugares. De ahí la necesidad numérica de vocaciones sacerdotales, y de ahí la importancia de la virtud de los mismos, porque nadie puede dar lo que no tiene ni nadie puede convencer con lo que predica, si no vive lo que dice; por eso se afirma que además de predicar la palabra de Dios deben afanarse por ser ellos mismos “palabra de Dios”. Al decir de Santa Teresa de Jesús, las obras del sacerdote deben ser “hablas de Dios”.
Pidamos al Señor abundancia de sacerdotes y creciente santidad sacerdotal, y valoremos la labor de su ministerio que tantas renuncias exige y tantos sacrificios supone, porque así como el clima primaveral favorece el crecimiento de la vegetación de nuestros campos, también el ambiente cristiano de las familias propicia la floración vocacional en nuestros hogares.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
Enlaces desde blogs, webs y agregadores:
[…] [Artículo en castellano] […]
Enlaces desde Twitter y trackbacks:
Comentarios a esta entrada:
Opina sobre esta entrada: