Queridos hermanos:
El domingo, 6 de junio, celebramos la Fiesta de Corpus Christi, en la que cada año reconocemos con solemnidad y públicamente, en parroquias, villas y ciudades, la presencia con nosotros de Cristo en el sacramento de la Eucaristía.
El pleno realismo de esta afirmación mantiene viva en nuestro corazón la memoria del Amor inmenso de Dios, manifestado visiblemente en la caridad del Señor Jesús, que llega hasta la muerte en el sacrificarse por nosotros, y a darnos su Cuerpo y Sangre en comunión.
Este realismo, que no queremos negar, da al mismo tiempo razón cumplida al reconocimiento de la presencia del Señor en cada hermano, permitiendo que nuestra persona esté habitada y se guíe por aquel mismo amor que recibe del que participa en el sacramento de la Eucaristía.
No dejemos nunca de celebrar este misterio, del que viven nuestra fe -nuestras certezas y esperanzas más queridas- y nuestra caridad, único aliento verdadero de nuestro hacer y padecer. Festejemos con toda alegría en nuestras casas y parroquias este día grande del Corpus Christi, dando gracias y pidiendo poder mirar siempre la vida y afrontar sus dificultades a su luz.
En esta época en que se perdió la normalidad y cambiaron los marcos y las referencias de nuestra vida cotidiana, necesitamos especialmente celebrar el misterio de nuestra fe. Porque es un tiempo que está poniendo a prueba la fe y la esperanza de cada uno, que exige de nosotros seriedad, responsabilidad y solidaridad.
Así, por ejemplo, la pandemia nos hizo pensar en la vinculación que existe entre todas las gentes y pueblos, percibir mejor que el planeta es una unidad habitada por una sola humanidad, y que las fronteras son sólo delimitaciones relativas, más o menos avaladas por motivos geográficos e históricos. La común lucha contra el virus nos recuerda a los más de 7.000 millones de habitantes del mundo una verdad que tendemos a olvidar, “que todo lo que ocurre nos importa y nos afecta” que “nadie debería quedar fuera”, que todos compartimos destino común, llamados a ser Pueblo de Dios. Se hizo claro que no podemos dejar de cuidar a nuestro hermano, ni tampoco tratar de cualquier manera este mundo creado, la casa común confiada por Dios a toda la humanidad.
Celebrar el misterio del Corpus en este tiempo nos pueden ayudar también a percibir mejor la importancia de la corporeidad para nuestra vida de creyentes, pues sabemos que “la Palabra se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”, que se quedó en la Eucaristía y que se nos ofrece como verdadero pan de vida: “tomad y comed todos…”. Esto exige darle importancia a la corporeidad de la persona, reconocer el valor de lo presencial, del contacto y del encuentro para la existencia cristiana y para toda la vida humana. Por eso las restricciones a las libertades de movimientos, a las relaciones interpersonales, al contacto físico con los hermanos debidas al covid-19 afectaron a nuestra salud y pusieron dificultades a nuestra experiencia de fe, hicieron sufrir a muchos de un aislamiento que llegó a veces al abandono en la enfermedad y ante la muerte, agravaron las pérdidas de trabajo y otras secuelas de este mal.
Esta situación no afectó igual a todos. Pues no es lo mismo tener trabajo que estar en el paro, tener casa individual con huerta que vivir en un piso en menos de 60 m2 y sin balcón, siendo a lo mejor familia numerosa, poder disponer de un coche individual que correr riesgos de contagio en un transporte comunitario, trabajar con mucha gente y en lugares cerrados que hacerlo en un lugar individual o teletrabajar, etc. No podemos olvidar que los más pobres sufren más las consecuencias de la pandemia.
Toda esta experiencia nos hizo reconsiderar también el valor del trabajo para la persona y para su dignidad, hecho muy visible en tareas que antes podíamos infravalorar y ahora resultaban imprescindibles como, por ejemplo, los de la limpieza, transporte, supermercados, atención domiciliaria y a mayores, acompañantes, etc. Es una llamada fuerte a cada uno y a toda la sociedad a no entender el trabajo como si fuera una mercancía más, sino como parte esencial de la vida humana, expresión del amor verdadero, servicio al prójimo y a toda la sociedad.
Adquirimos igualmente conciencia renovada de que la solidaridad es una necesidad básica de todos, que no es real la pretensión de bastarse a sí mismo para vivir. Todos volvemos la mirada a nuestros ser queridos y a nuestras familias, las experimentamos como decisivas para nuestras personas, en contra de todo cuanto en nuestra sociedad -y hasta en las escuelas, en los medios de comunicación o en las mismas leyes- contribuye a su disolución. Entendemos la falsedad de un individualismo que nos aísla.
En particular, la unidad de nuestras comunidades cristianas se desveló un recurso extraordinario, expresado en la cercanía, el acompañamiento, la caridad en las necesidades que podían aparecer. Juntos pudimos guardar la fe y la esperanza en el corazón, también ante los desafíos más grandes, incluida la muerte. Cada gesto pequeño de caridad, cada momento de oración en las casas o de participación litúrgica, aun por internet, hizo alumbrar la esperanza, nos sostuvo en el camino, dio vida al corazón. Vimos claro cuanto precisamos de la Gracia de Dios, que nos dice “Venid todos los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré”.
Por todos estos motivos podemos entender mejor el lema de este Día Nacional de Caridad: SEAMOS MÁS PUEBLO. Esta es la primera urgencia que nos pone de manifiesto este tiempo de pandemia. Seamos más pueblo ante todo en nuestras comunidades y parroquias, pero también sabiendo mirar a todas las gentes como miembros de una misma familia humana, superando muros y divisiones y procurando encuentros. Como escribe el Papa Francisco hablando de Carlos de Foucauld: “en lo profundo del desierto africano… expresaba sus deseos de sentir a cualquier ser humano como a un hermano, y pedía a un amigo: ‘Ruegue a Dios para que yo sea realmente el hermano de todos’. Quería ser, en definitiva, ‘el hermano universal’. Pero sólo identificándose con los últimos llegó a ser hermano de todos. Que Dios inspire ese sueño en cada uno de nosotros” (Fratelli Tutti, nº 287).
El sacramento de la Eucaristía nos hace Iglesia, y la Caridad es como su aliento vivo. Celebrar este año la fiesta del Corpus Christi nos invita en primer lugar a sabernos y a SER MÁS PUEBLO DE DIOS; y nos pide que vivamos unidos, que atendamos a llevar los pesos los unos de los otros, que no dejemos de ver en toda persona un hermano llamado a esta misma comunión católica, que por su naturaleza no excluye a nadie, está destinada y abierta a todos.
Hoy es un día para alegrarnos de la caridad, de la de Dios con nosotros ahora y siempre, como manifiesta Jesús Sacramentado; de la caridad de los hermanos, que nos sostiene en las dificultades, da esperanza y alegra profundamente el corazón; y de aquella que, por gracia, podamos ofrecer nosotros a quien tenemos cerca o encontramos en el camino.
Celebremos con fe y alegría esta fiesta de Corpus y sigamos unidos, en nuestras familias y como Iglesia, en las comunidades y parroquias. Cuidemos y colaboremos con Caritas y con el proyecto diocesano SEMPRE XUNTOS -nacido como gesto solidario ante las especiales necesidades provocadas por el virus-, en los que se expresa inteligente y organizadamente aquella caridad con la que queremos vivir todos los días.
Que Cristo presente en la Eucaristía nos bendiga a todos y sea nuestra fuerza y guía en nuestro caminar por la historia hacia la morada definitiva.
¡Feliz fiesta de Corpus!
+Alfonso Carrasco Rouco
Obispo de Lugo