De cuando en vez resurge el debate en torno al lugar de lo religioso en lo sociedad. Manifestaciones sobre la privacidad de lo religioso, los constantes intentos de apartar todo lo que sea manifestación religiosa de la vida pública, los ataques y ofensas frecuentes a los dogmas más sagrados del cristianismo, el desprecio de algunos hacia la sagrada presencia de la Iglesia en el mundo de la marginalidad y la consideración de la religión como resto arcaico, son hechos innegables que las religiones y las Iglesias tienen que soportar con estoicismo y paciencia.
Se afirma como evidente que las religiones son una fase superada de la historia humana, una neurosis infantil, un consuelo para ignorantes y una alienación de la existencia real. Afirmaciones claras con las que se quiere dar a entender que creer no es razonable y que los creyentes hemos sido privados de la razón. Aquí tenemos, alambicada, la crítica moderna de la religión desde Feuerbach, Marx y Nietzsche hasta Freud. Abundan fracasados y trasnochados divulgadores de turno y falsos intérpretes de aquellos sabios pensadores.
Los gobiernos van y vienen pero las personas, que somos quienes conformamos y constituimos las sociedades, permanecemos generación tras generación. Por eso las categorías fundamentales para pensar la sociedad y el lugar del fenómeno religioso en ella son la persona y la libertad. Si se niegan, no hay ni habrá nunca progreso. Ellas sostienen la ciudadanía y la realidad transcendente del ser humano expresada de manera positiva en la realización religiosa de la existencia dentro de la autonomía propia (laicidad positiva) o reduciéndola exclusivamente a su dimensión secular y temporal (laicismo destructivo y negativo). Los derechos de los ciudadanos se articulan en la familia y en los grupos intermedios (instituciones, asociaciones, cabildos, cofradías, congregaciones…). En ellos se expresa y realizan las personas quienes a través de esas articulaciones, eligen y ejercitan su destino frente al poder supremo del Estado, ante el cual el individuo aislado es como grano invisible en el engranaje gigante de las superestructuras estatales. Desde el sentido común, los poderes deben reconocer que hay logros definitivos en el orden de la libertad, de los derechos humanos, de la ciencia y de la conciencia, de la moral, de la ética de mínimos y máximos, detrás de los cuales ya no se debería volver: ninguna política, religión o cultura pueden negarlos o abrogarlos. Ante las mareas de ambigüedades, complicidades y ocurrencias que quieren atentar contra las estructuras de la conciencia (la religión no es una fase de la historia), es esencial definir y diferenciar Estado, sociedad y gobierno. Lo primero somos los ciudadanos quienes expresamos de forma plural nuestra voluntad, y la responsabilidad prioritaria de un gobierno es el reconocimiento de esa voluntad de la ciudadanía. Observo, con frecuencia, por la realidad eclesial en la que me toca vivir que una tarea pendiente en nuestra sociedad española es la necesaria clarificación entre ser ciudadano y ser religioso. Nuestra sociedad es todavía mayoritariamente católica tanto por el hecho histórico del cristianismo como por el hecho social y comunitario de la cristiandad o Iglesia. Creer o no creer son dos implantaciones radicales y primarias de la existencia humana que merecen respeto. Ninguna de las dos tiene primacía o plusvalía civil. Cuando una de ellas se erige en juez que dicta a la otra sus deberes, ejerce violencia personal, social e institucional. No es buen camino hacia la paz buscar siempre un culpable. Sería bueno que quienes se saben solamente hijos de la razón ilustrada hagan también examen de conciencia.
Mario Vázquez
Vicario General Diócesis de Lugo
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