Ignacio Felpeto Criado

Iglesia y “cuestión social” II

agosto 6, 2025 · 0:20 X

Señalábamos en un artículo anterior las circunstancias que empujaron al Papa León XIII a escribir la Encíclica Rerum Novarum (1891), las causas que a juicio del Pontífice habían originado la lamentable situación de los asalariados frente a los patronos y presentábamos brevísimamente la solución propuesta por “el Papa de los obreros”. Ahora se impone descender a los detalles.

Ante una situación social y económica tan terrible como la que estamos viviendo (o como la que se vivía a finales del siglo XIX) es fácil dejarse llevar por las pasiones y renunciar -consciente o inconscientemente- al uso de la razón. El ejemplo más claro de este aserto es la multitud de voces que se alzan hoy en día en los diferentes medios de comunicación de masas en contra de la propiedad privada. Argumentan sofísticamente que la propiedad es un robo, habida cuenta de que los bienes de la tierra pertenecen al género humano en su conjunto, por lo que nadie puede llamar suyo a bien alguno.

Frente a este sofisma se alzan la razón y la revelación divina, fielmente custodiada por la Iglesia. Y es que todo hombre tiene el legítimo derecho de percibir el fruto de su trabajo. Así arguye León XIII: “Si, por consiguiente, (el obrero) presta sus fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto derecho no sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si, reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo. Ahora bien: es en esto precisamente en lo que consiste, como fácilmente se colige, la propiedad de las cosas, tanto muebles como inmuebles”. Y por eso el décimo mandamiento de la ley de Dios prohíbe codiciar los bienes ajenos.

De lo dicho se concluye cuán injusto es arrebatar a un hombre aquellas posesiones que legítimamente le pertenecen. Con todo, cabe señalar que el derecho a la propiedad privada tiene sus límites. El primero es que no puede ser adquirida injustamente a costa de los demás, sino que debe ser el fruto del trabajo honesto del hombre. El segundo es que, aun siendo legítima posesión de un particular, debe ser empleada en beneficio de todo el género humano: así, v. gr., aunque no todos podamos poseer de hecho un pedazo de tierra, sí tenemos el derecho de beneficiarnos de los alimentos que produce. Esta comunicación de bienes puede -y a veces conviene que así sea- ser reglamentada por las leyes para poner coto al egoísmo de los hombres (tocados por el pecado original), aunque el remedio más eficaz es, sin duda, poner en práctica las virtudes de la caridad y la beneficencia cristianas con el auxilio de la gracia divina.

Ignacio Felpeto Criado

Sacerdote