Mientras crecen los ruidos del bienestar y de algunas fiestas, que pretenden ocultar las miserias de nuestros pueblos, las voces de los que sufren y coexisten con la pobreza, se silencian.
El Papa Francisco, sensible a estas realidades, instituyó, la Jornada Mundial de los Pobres que la Iglesia universal celebra este domingo ya en su octava edición. El lema de este año elegido por el Papa está sacado del libro del Siracida, 21, 5: “La oración del pobre sube hasta Dios”. Dice el Papa que esta expresión de la sabiduría bíblica es muy apropiada para prepararnos y celebrar esta Jornada. Es que la esperanza cristiana abraza también la certeza de que nuestra oración llega hasta la presencia de Dios; pero no cualquier oración: ¡la oración del pobre!
El sabio Ben Sirá, en el siglo II antes de Cristo, declara haber buscado la sabiduría desde la juventud y descubre una de las realidades fundamentales de la revelación: que los pobres tienen un espacio privilegiado en el corazón de Dios, de tal manera que el mismísimo Dios, ante su dolor y sufrimiento, está impaciente hasta no haberles hecho justicia, “hasta extirpar la multitud de los prepotentes y quebrar el cetro de los injustos; hasta retribuir a cada ser humano según sus acciones, remunerando las obras según las intenciones de cada uno” (Cf. Si 35,21-22).
Esta Jornada es una muy buena ocasión para repensar nuestras imágenes personales y comunitarias de Dios y para concienciarnos de la realidad de la pobreza y de los pobres en nuestras comunidades y en nuestros pueblos y ciudades. El Dios de los pobres es una realidad omniabarcante en el cristianismo, no es una moda teológica o una ideología pasajera, sino que hunde sus raíces en el Dios de la historia y en la misma historia de la salvación y de la encarnación de Dios.
Esta manera de pensar y entender a Dios es un concepto totalizador y una forma de ser y estar en el mundo que no se limita a las liberaciones económicas, políticas, sociales o ideológicas pero que tampoco debe prescindir de ellas. Por eso, hoy, puede ser una ocasión para responder con credibilidad y racionalidad a la pregunta más antigua y siempre actual: ¿Cómo decir a los pobres de este mundo que Dios los quiere? Es que el clamor de los pobres es el clamor de Dios en la historia, del Amor Primero, del más Grande, del Misericordioso.
Este modo de pensar a Dios debe conducir a la Iglesia, con todos sus miembros, a estar siempre dispuestos a defender los derechos de los más débiles para que a nadie le falte nunca la esperanza de una vida mejor, Cf (Papa Francisco, Spes non confundit, n. 13). Recordar las obras de la misericordia, las espirituales y corporales es también un buen ejercicio para una praxis de cristianía y ciudadanía imprescindible para todos y, sin duda, para contribuir a un mundo mejor y a una Iglesia de “santidad política” y abierta a todos, capaz de influir indefectiblemente en la contribución de una sociedad más justa e igualitaria.
Las obras de misericordia nunca caducan: inculturizarse, educar, dar buenos consejos, corregir fraternalmente, saber perdonar, consolar a los tristes, consufrir con paciencia los pecados de los demás, rezar por todos, que en el fondo es desear lo mejor incluso para tus enemigos y por supuesto, no olvidarse de las corporales: cuidar a los enfermos, compartir el pan con el hambriento, dar de beber al sediento, acoger al peregrino, vestir, redimir y enterrar respetuosamente a nuestros muertos que nos dejaron ejemplos de sacrificio, amor a las gentes y a la tierra que los vio crecer.
Mario Vázquez Carballo
Vicario general de la diócesis de Lugo
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