Dios, que es todo amor en su ser y en su obrar, creó al hombre para tener a quien amar y hacerle feliz, y con tal finalidad hizo del mundo un reino terrenal, similar al reino celestial, para que en él los humanos pudieran ser felices como El mismo es infinitamente feliz en la corte celestial. A este hombre, la criatura privilegiada de la creación, Dios la constituyó reina del universo, con el encargo de que lo custodiara y lo hiciera crecer.
Para posibilitar tal cometido, la divina providencia le regaló una constitución llamada Decálogo, cuyos diez preceptos se sintetizan en amar a Dios, su padre, y a los hombres sus hermanos. Pero los hombres tentados por las fuerzas del mal, lejos de ser fieles a la voluntad del Creador, fueron sus depredadores y comieron del fruto prohibido, y el reino de Dios se convirtió en valle de lágrimas, para los pobres hijos de Adán. Sin embargo, el buen Dios no desistió de su primer proyecto y decretó mejorarlo progresivamente, actuando con su providencia amorosa y su infinita sabiduría.
Lo primero que hizo, ha sido «poner la mesa», enriqueciéndola con todos los bienes creados, para satisfacción del hombre, al que constituyó dueño y señor de todo lo creado.
En segundo lugar Dios enriqueció al mismo hombre con los dones de la conciencia y del corazón para que le amara con amor filial y le adorase con humildad sincera.
En un tercer momento, decretó la redención de la humanidad por medio de su Hijo Redentor. Con este gesto, Dios que nunca había dejado de amar con amor de Padre, ahora ya se siente correspondido con el amor de su propio Hijo, hecho hombre. Diriase que la distancia entre el Cielo y la tierra ha desaparecido. Dios y el hombre se hicieron amigos.
La sangre redentora de Jesucristo ha purificado el corazón empecatado del hombre, el cual aún redimido, sigue siendo humano y vulnerable, susceptible de ser nuevamente tentado; y en evitación de ser nuevamente herido, el Señor funda la Iglesia, prolongadora de la obra salvadora de Cristo.
Desde este momento, la salvación está al alcance de la mano del hombre, pero el hombre no queda dispensado de su responsabilidad. Su misión es la de colaborar afanosamente en la obra santificadora de su vida personal y comunitaria. La materia prima ya la tenemos a nuestro alcance. Nuestra conciencia nos capacita para distinguir el bien del mal. Nuestra voluntad nos hace preferir la bondad a la maldad. Para nosotros los compañeros de viaje no debemos de mirarlos como competidores en el mal obrar, sino como colaboradores en el bien hacer. Los bienes de la creación tienen una deuda pendiente con el Señor, dador de todo bien. El sol y las estrellas le piden correspondencia. Los sacramentos son auxilios espirituales para fortalecer nuestra debilidad. La oración y la piedad nos recuerdan que Dios está a nuestro lado tendiéndonos la mano para que no caigamos, y su divina misericordia está a nuestro lado para levantarnos y podamos continuar caminando por senda de santidad. Nuestra vocación es clara. La divina providencia es generosa. Nuestras caídas son subsanables y nuestra esperanza, recuperable. Los divinos planes se mantienen en pie. Las divinas huellas están a la vista: siguiendolas, alcanzaremos la meta.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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