Gozo y sufrimiento se conjugan simultáneamente, pero se conmutan sucesivamente, y la Iglesia los celebra litúrgicamente en el primer día del mes de noviembre en la fiesta de todos los santos y en la conmemoración de los fieles difuntos. El sufrimiento precede al gozo, y el gozo se prolonga tras el padecimiento del dolor, pero el colorido de uno y otro ocupa espacios y tiempos diferentes.
El mundo es camino de Cielo, pero no es Cielo. La tierra es vereda, pero conduce a la muerte. La vereda mira a la muerte, y ésta es el final del camino. Uno y otra se condicionan mutuamente. El camino se riega de sudor, y la meta está perfumada de esperanza. El mundo es barro, y el Cielo es gloria.
Entre el cielo y la tierra existe un tiempo espacial al que llamamos vida, cuyas etapas son: muerte, resurrección y glorificación. La película de la muerte es ésta: la lengua que deja de hablar; la ceguera de los ojos, que dejan de ver; la sordera de los oídos, que no perciben lo que se nos dice, y las lágrimas de los seres queridos que lloran nuestra agonía; y el consuelo de los amigos que nos presentan la muerte como un acontecimiento normal en el proceso de la vida, y nos hablan de otra vida mejor, en la cual creemos los cristianos. Por la fe sabemos que la muerte no es un «adiós», sino un «hasta luego». Para los creyentes, la vida no termina con la muerte: así lo expresaba aquella madre cristiana, que, en su agonía, se despidió de sus hijos, diciéndoles: «cuando haya fallecido, no me despidáis diciéndome «adiós», sino «hasta luego», ya que pronto nos volveremos a ver, puesto que nuestra vida se prolonga más allá de la muerte, donde nos espera la resurrección. La tumba de nuestro cuerpo es la fosa funeraria, pero la mansión de nuestro espíritu es el Cielo, prometido por el Señor, al cual estamos destinados tras la resurrección. Pero de la resurrección no tenemos ideas claras los vivos. Estamos equivocados cuando pensamos que resucitar es retomar de nuevo la vida que tuvimos aquí en la tierra. No. El proceso es éste: al fallecer una persona, el espíritu abandona su cuerpo, que queda sin vida, y es soterrado en el sepulcro o incinerado en el crematorio del tanatorio, y allí permanecerá hasta el final de los tiempos, mientras que su alma pasa a la eternidad, para recibir el premio o castigo merecido por su comportamiento.
Terminado el tiempo de la creación, el Señor resucitará los cadáveres de los difuntos, y los revestirá de una corporeidad espiritualizada, para que también ellos compartan la suerte de su espíritu. ¿Cómo podrá ser esto, si espiritualizar la materia es contradicción in terminis?
Aquí entramos en el misterio. Que viviremos eternamente es una verdad de fe. El proceso es misterioso y no podemos explicarlo, pero podemos creerlo, porque la palabra de Dios es infalible. Pues entonces: «Señor yo creo, pero aumenta mi fe «.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo