La Iglesia es el arca universal de salvación. La fundó Jesucristo personalmente, pero no prescindió del Padre Celestial, origen de todo bien; ni de su misma entrega martirial, precio de nuestro rescate; ni de la virtud santificadora del Espíritu Santo; pero también quiso contar con los hombres. Prueba de ello es que comenzó su obra llamando a los Apóstoles, hombres de Galilea, a los que constituyó fundamento de la Iglesia naciente, y los nombró pescadores de hombres.
Su vocación fue positiva, ellos comenzaron a lanzar las redes, no sólo en el lago de Galilea, sino también en otros mares del orbe. La pesca ha sido abundante y las redes no se rompieron, pero otros muchos peces quedaron con vida en las aguas salinas de otros mares. También para ellos tiene el Señor voluntad salvífica, y en evitación de que se malogre su suerte, Jesús sigue reclutando nuevos pescadores, que, ha imitación de los apóstoles de Galilea, subieron a la barca y lanzaron sus redes en incontables mares del mundo. Me refiero a la multitud de misioneros que, a lo largo de la historia, escucharon la llamada del Señor, y con sus redes de apóstoles, capturaron innumerables seguidores de Jesús, los cuales, siguiendo las huellas del Maestro, encontraron la fe y el perdón. Pero aún quedan muchos peces nadando en otras aguas que no son los mares salvadores de la Iglesia de Jesús, y también a esos peces tiene que capturarlos la red salvadora de la Iglesia de hoy.
La posición de los hombres ante la Iglesia es muy diversa: unos se posicionan hostilmente, frente a ella y tratan de destruirla. Otros la ignoran, porque las desconocen, no pueden valorarla. Otros la minusvaloran, y sólo acuden a ella ocasionalmente. Queda una minoría de cristianos fieles a los compromisos bautismales, que se sienten Iglesia, la quieren y le prestan su colaboración; afortunadamente ninguno de nosotros somos hostiles a ella. Sin embargo, muchos de los llamados “practicantes”, no la conocen suficientemente para poder mirarla con simpatía.
En previsión de superar esta deficiencia, el actual sínodo nos invita a reflexionar juntos, aportando cada uno sus experiencias personales. Comunicando a los demás, la aportación positiva de la Iglesia a la historia de la humanidad, y colaborando con ella, para que pueda llevar a feliz término la misión que su mismo fundador le ha encomendado.
Esta labor sinodal es trascendente y urgente, y llama a todas las puertas. De la respuesta depende el futuro inmediato de nuestras Iglesias locales. El declive que actualmente padece la Iglesia en buena parte de la cristiandad, no es una situación terminal, puesto que su perpetuidad está garantizada por la promesa del Señor; pero su fecundidad evangelizadora en estos momentos, está condicionada por nuestra empobrecida vocación apostólica.
La Iglesia no tiene muros ni fronteras, pero necesita evangelizadores de calidad. Esto nos pide que revisemos nuestra actuación pastoral, no vaya a suceder que nos estemos moviendo a nivel de un profesionalismo ministerial, realizando nuestra pastoral sin espíritu e ilusión evangelizadores.
Rompiendo moldes anquilosados y estrenando actitudes ilusionantes, caminemos juntos en la misma dirección, convencidos de que el Señor está con nosotros en nuestro diario caminar. El cansancio lleva al derrotismo. La falta de comunión pastoral no inspira esperanza. Lo escabroso del ambiente provoca tristeza y abandono. Para superar estos inconvenientes traigamos a la memoria la palabra del Señor, que prometió no dejarnos solos en el combate.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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