El pecado, detractor del hombre, presenta tres matices específicos: uno de vanidad, ya que él que por su narcisismo congénito se sentía sin mancha ni arruga, al advertir alguna imperfección en su conducta, siente vergüenza ante su propia conciencia y ante su vecindad, por haber perdido la valoración estimativa de que disfrutará hasta entonces.
Otro matiz es de preocupación y miedo porque, al reconocerse quebrantador de algún deber, reconoce que el incumplimiento de toda ley es merecedor de alguna sanción punitivo y esto le inquieta en mayor o menor grado.
Y un tercer matiz es el sentimiento de pena por haber disgustado al Señor, inmensamente bondadoso y bienhechor de todos.
El primer aspecto del pecado es consecuencia de nuestra vanidad narcisista. El segundo es consecuencia de nuestro miedo al castigo, y el tercero es nuestra sensibilidad de incorrespondencia al amor de Dios y de nuestra ingratitud a sus beneficios. Este último aspecto es fruto de la consideración dialogal del pecado. El pecado visto desde la propia conciencia nos causa vergüenza. Visto en referencia a la ley, nos produce miedo, y considerado en referencia al Señor, nos produce pena por no haber correspondido a su generosidad. Esto no minora el sentido del pecado, sino que lo acrecienta. El pecador percibe la gravedad de su vida pecaminosa, a partir de dos puntos de referencia. Primero desde la referencia cuantitativa que media entre Dios y el hombre. Desde la distancia ontológica que existe entre el creador y la criatura, el pecador cae en la cuenta de a quién ha ofendido; de qué amor ha despreciado y de contra a quién se ha revelado. El que “no es”, desprecia la grandeza y el amor del que “lo es todo». El hijo “mal nacido» abofetea el rostro del padre bueno.
El segundo lugar, el pecador percibe lo incorrecto de su comportamiento y el comportamiento perfectísimo del mismo Dios. Desde la contemplación del crucificado, que, con generosidad infinita, redime al que, con odio satánico, lo llevó al calvario para crucificarlo. La cruz del Sinaí es la plasticidad del obrar del hombre y del obrar de Dios; pero la diferencia es abismal. Todos en Él hemos puesto nuestras manos deicidas. Pero es una bendición haber nacido junto a un crucifijo. Gracias a la cruz del Calvario, el hombre siente vergüenza y pena por su incorrespondencia al amor del redentor. A este sentimiento del pecador se le llama compunción, por la cual Dios se hace presente en el corazón del hombre, como amor y perdón. Y esta acción gratuita de Dios conmueve las entrañas del pecador, para que vuelva al amor misericordioso del Señor. Estos son los primeros pasos del arrepentimiento y de la conversión del hijo pródigo. El arrepentimiento es la conciencia dolorosa que el pecador experimenta por su incorrecto comportamiento; y la conversión es la decisión de retornar a la casa del padre, donde abunda el pan.
Este camino ya le es conocido al hijo hambriento, pero ahora lo recorre en otra dirección. La primera vez, lo había recorrido para poner distancia entre Él y su padre. Ahora lo hace, porque quiere apuntarse como asalariado en el hogar que le viera nacer. Se había equivocado en la partida, que le había llevado a la carencia de pan y de amor. En el regreso teme la regañina de su padre justamente ofendido, pero gratamente sorprendido halla un abrazo amoroso y una acogida de fiesta.
Esta parábola es un autorretrato de Dios Padre que no entiende de reproches, sino que prodiga sentimientos de misericordia con todos los que volvemos cabizbajos, temiendo encontrarnos con las puertas cerradas, pero con grata sorpresa, hallamos unos brazos abiertos y un corazón que nos acoge para hacernos felices. Está claro: el Señor no vende caro el perdón, sino que lo ofrece gratuitamente y agradece que se lo aceptemos.
Alegrémonos también nosotros, porque, aunque en ocasiones no fuimos buenos hijos, Él no deja de ser buen padre y sigue amándonos.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo