La Iglesia y las peregrinaciones son contemporáneas. Una y otras caminaron siempre dándose la mano. En la misma noche del nacimiento del Mesías, los pastores de Belén se desplazaron al portal para adorar al Niño y le ofrecieron los frutos de su rebaño.
Pasados algunos meses, tal vez años, los Magos se desplazaron desde oriente para ofrecer al Rey recién nacido, oro, incienso y mirra. Había comenzado la historia de las peregrinaciones. De ellas importa conocer su origen, sus huellas y sus frutos.
De huellas de peregrinos están sembrados los valles y los montes de medio mundo. Cada crucero que hoy encontramos en los caminos rurales de otros tiempos nos está recordando que por allí pasaron hombres de fe. Todas las ruinas de los monasterios medievales nos hablan de que allí hacían un alto en su camino los peregrinos que se dirigían a ulteriores santuarios. Diríase que las huellas que dejaron los pies de los peregrinos en el barro del camino, ya se han borrado, pero no se ha borrado totalmente el testimonio de aquellas generaciones que buscaban encontrarse con Dios en el caminar de la vida. Sin embargo, tenemos que reconocer que la historia de las Peregrinaciones no siempre ha discurrido en intensidad lineal continua. Como en los caminos de Santiago hay subidas y bajadas, también en la piedad de las generaciones cristianas ha habido frecuentes declives.
Los tres primeros siglos los pasó la Iglesia envuelta en pañales de ocultamiento para protegerse de un mundo que la miraba con recelo. Fueron tiempos difíciles para la Iglesia naciente, que tuvo que refugiarse en el ambiente oscurantista de las catacumbas, para protegerse de la hostilidad enemiga. Pero la paz constantiniana trajo un clima de primaveral florecimiento para la Iglesia. Los cristianos pudieron prescindir de la mascarilla de su religiosidad, y presentarse ante el mundo sin ningún tipo de prejuicios sociales. En el siglo IV, la Iglesia salió a la calle manifestándose como la gran benefactora de la humanidad. Ha sido la época en que la religiosidad popular se hizo presente en todos los ambientes; pero pronto apareció el tiempo otoñal de los últimos siglos del primer milenio, que desembocó en el tristemente llamado tiempo de hierro de la Iglesia. Sin embargo, aunque en otoño las ramas pierden sus hojas, los árboles se mantienen en pie y volverán a dar fruto. Y así ha sucedido. En la edad media surgen las órdenes Mendicantes: Dominicos, Franciscanos, Carmelitas…, cuya labor evangelizadora avivó la actitud religiosa del antiguo y del nuevo mundo. Podríamos decir que en esta época la fe se hizo operativa e itinerante; y se multiplicaron los centros de espiritualidad. Según datos históricos, sólo en la diócesis de Lugo existían unos 75 monasterios, conventos y santuarios. Era la floración cristiana de entonces. Pero los otoños se suceden y son presagio de nuevos inviernos, y la invernía religiosa pronto hizo acto de presencia en los últimos tiempos de nuestra historia. La fe dejó de ser el primer valor en la sociedad contemporánea, y el materialismo ateo se posesionó de la moralidad de las últimas generaciones.
Sin embargo, un nuevo sol naciente parece ofrecernos esperanza de retorno a la religiosidad de tiempos pasados. Da la impresión de que algunos de nosotros no podemos vivir sin Dios, y salimos en busca de valores eternos. Eso parece indicarnos la afluencia de peregrinos que por los viejos caminos de Santiago se dirigen a Compostela para agradecerle al Apóstol la fe que, por su medio, Dios regaló a nuestros abuelos, y la reengendre en las nuevas generaciones, a las que pertenecemos los que aún vivimos.
Seamos auténticos en nuestro peregrinar, y nuestros deseos se cumplirán.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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