De entre los dones que nos ha regalado el Señor, destaca su Hijo Jesucristo, nuestro redentor, y la Iglesia, continuadora de la obra de Jesús, en el mundo.
A la Iglesia pertenecemos todos los bautizados, y en ella todos somos iguales en dignidad, pero no todos iguales en responsabilidad. Todos somos responsables de continuar la obra de Jesús en el mundo, no sólo la jerarquía, porque la responsabilidad no proviene del puesto que cada uno ocupa en la Iglesia, si no del carisma recibido y de la capacidad que cada uno tiene para llevarlo a efecto.
Sin embargo, cabría distinguir como una doble apostolicidad, la de los doce primeros testigos, y sus sucesores, los ministros ordenados; y la de los demás miembros de la Iglesia. Toda la Iglesia es ministerial; no sólo la clase sacerdotal, sino también los cristianos laicos. Toda la Iglesia es diacónica, es servicial. Los ministerios no son una casta clerical: son una nomenclatura eclesiológica.
La participación en la misión de la Iglesia se extiende a todos sus hijos y a todas sus dimensiones, pero, puesto que la misión viene dimensionada por el carisma recibido, a la clase clerical incumbe de un modo preferencial el deber de continuar la obra de Jesús en el mundo.
En su misión, Jesús tiene siempre presente dos referentes: la voluntad del Padre, que le envía, y la liberación de los hombres a los que fue enviado, y en función, del encargo recibido, ejerció el ministerio de la palabra, del culto, de la pastoral de comunión, y la acción caritativa. Este es también el campo de acción ministerial de los sacerdotes, sin descuidar ninguno de ellos. Sin embargo, pienso que, en estos momentos, su atención preferencial debe ser el ministerio de la palabra, ya que hoy el problema religioso del mundo es problema de fe.
Por este motivo, sin descuidar ningún tipo de pastoral, hay que dar preferencia a la pastoral misionera o de primera evangelización. En la primitiva Iglesia, el primer anuncio, el kerigma, provocaba simpatizantes al seguimiento de Cristo. Hoy denunciamos tal vez la inmoralidad del pueblo, y anunciamos poco el mensaje salvador del evangelio. Nuestra pastoral moralizante, de denuncia, provoca rechazo en el denunciado, que no se siente amado, sino acusado. De este modo de actuar nos corrige Jesús en la parábola del Hijo Prodigo: allí no existe denuncia, si no acogida por parte del padre.
Hoy necesitamos más evangelizadores que catequistas. Estamos construyendo sobre arena. Estamos intentando poner el tejado sin haber puesto los cimientos. Hoy se habla de una nueva evangelización. Nueva por su ardor; por su metodología; por sus expresiones. Nueva para que responda a las situaciones y a las necesidades de este mundo nuestro, que es un mundo nuevo.
Además, la evangelización será nueva si tiene en cuenta la realidad sangrante de los pobres. La evangelización será nueva si tiene como punto preferencial la teología del otro, el cual es víctima de las injusticias vecinales, también de las mías. La evangelización nueva es una evangelización que no impone obligaciones, sino que se hace ofrenda de nueva vida en respeto serio a las personas. La evangelización será nueva y eficaz, si se hace en cercanía a las personas, en una Iglesia en apertura, como nos recomienda el Papa Francisco. La nueva evangelización no puede ser sólo moralizante, sino transmisora de los valores fundamentales del Reino: justicia, respeto, fraternidad….
La nueva evangelización tiene que recuperar el entusiasmo. Paradójicamente habría que empezar evangelizando al evangelizador. El ambiente condiciona las actitudes. También los discípulos de Emaús caminaban desilusionados, porque el Maestro había muerto. Necesitaban una inyección de esperanza, y la recibieron de optimismo, y se convirtieron en evangelizadores de sus hermanos.
El caso puede repetirse en algunos de los evangelizadores de hoy. Los sacerdotes también somos humanos, y necesitamos ser reconocidos como constructores, útiles de un mundo mejor. Necesitamos ser valorados por las comunidades a nuestro cargo. Y esto puede hacerse de muchas maneras; también de un modo celebrativo. Así lo hacemos con los miembros de otros estamentos: celebramos el día del padre, de la madre, del trabajador…, rememorando sus méritos y sus derechos, y esto les reconforta en sus dificultades.
Pues también los sacerdotes necesitamos este reconocimiento. Nuestro ministerio conlleva renuncias y no pequeños sacrificios. Puede sobrevenirnos el cansancio y la desilusión, y esto es nocivo para nosotros y para el pueblo de Dios. Vuestra acogida y la gratitud por nuestra dedicación ministerial, puede inmunizarnos, contra esta pandemia vocacional.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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