En los inicios del mes de noviembre, la cristiandad celebra con gozo y esperanza dos fiestas litúrgicas de gran significado. El día primero, la Solemnidad de todos los santos y, el día segundo, la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Popularmente, también es conocido, este mes, con los calificativos de “mes de santos” o “de difuntos”.
La Solemnidad de Todos los Santos evoca la memoria de aquellos que están con Cristo en la gloria y cuya compañía, como dice una antigua tradición, “alegra los cielos”. La Iglesia, peregrina en la tierra, recibe así el estímulo y testimonio de su ejemplo, la gracia de su patrocinio y la esperanza del triunfo y de la gloria en la contemplación eterna de la Jerusalén celeste.
El día de difuntos, la Iglesia después de haber celebrado con gozo la felicidad de todos sus hijos bienaventurados en el cielo, se preocupa por el destino eterno de cuantos nos precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección. Pero, aquí cabemos todos. La Iglesia ora también por aquellos de quienes nadie se acuerda, que han muerto en soledad y abandono, y en las actuales circunstancias de esta u otras pandemias, sin una plegaria de sus amigos y familiares y sin una caricia o una mano amiga que pudiese expresarles su cariño en los últimos momentos de su existencia en la tierra. Por ello, rezamos por todos los difuntos cuya fe solo Dios conoce, que desde los orígenes de la humanidad han dejado este mundo, para que sean purificados de todo mal y puedan gozar de la felicidad eterna.
El interés por la hagiografía parece que está despertando, de nuevo, como demuestran recientes congresos, investigaciones y canonizaciones. El día de santos puede ser una buena ocasión para recuperar modelos ejemplares de ayer y de hoy, en una sociedad tan diversa y pluricultural, donde los modelos a imitar no son, con frecuencia, aquellos que entregan su vida por los demás después de haber descubierto el amor incondicional de Dios en su existencia. Por ello la vida de los santos es norma de vida para todos; ellos son imitadores perfectos de Cristo, maestros, héroes, líderes, mártires, ascetas, “auxiliadores”, intercesores, doctores, contemplativos, literatos, escritores, fundadores. La tradición atestigua que, desde el comienzo de la Iglesia, el culto a los mártires se celebra ya en el siglo II ante la tumba del día de su aniversario; con este motivo se reunía la comunidad local, se celebraba el “dies natalis” (el aniversario del martirio) o el de su sepultura (“depositio”), con la celebración conclusiva de la Eucaristía.
El hecho dogmático de esta hermosa tradición se expresa en la proposición: “creo en la comunión de los santos”. De los santos de aquí y de allá. Porque quien no tiene nada que decir sobre la muerte tampoco tiene nada que decir sobre la existencia humana y la vida cotidiana. Y quien, como cristiano e incluso como ciudadano, no tiene una palabra verdadera y bella sobre la realidad ineludible de la muerte, no tiene una palabra verdadera sobre la inmanencia, la transcendencia y sobre Dios. De la realidad de Dios no podemos renunciar. Su existencia unida a la creación y a la transcendencia del ser humano, ha sido ensuciada y desgarrada, pero es el momento de levantarla del suelo y enarbolarla en esta hora de tanta incertidumbre y zozobra. Sin Dios no habría santos. Y porque hay santos, ¿No es precisamente la realidad de Dios, la palabra de la invocación, la palabra convertida en nombre consagrado para siempre en todos los idiomas de la humanidad?
Mario Vázquez
Vicario General diócesis de Lugo