Misterio es una verdad sobre natural que no podemos conocer sin que se nos revele y que, aún revelada, no podemos comprender ni explicar.
La incomprensión mistérica es lógica, ya que el contenido del misterio no se concluye por deducción de principios científicos ni por constataciones empíricas, puesto que lo mistérico trasciende la ciencia y la experiencia.
A pesar de su incognosibilidad congénita, el misterio no es irracional, puesto que sus verdades no son contrarias a la razón ni a la experiencia: las superan, pero no las contradicen.
Ante el misterio, la razón solo puede concluir que lo que enseña la revelación no es contrario a las leyes de la lógica y, menos, contra las leyes de la naturaleza. La revelación la supera, pero no se opone a ellas.
Los misterios de la revelación cristiana discurren a dos niveles: a nivel soteriológico, los que miran al futuro (a nuestra salvación), y los de carácter teológico, que nos hablan del ser íntimo de Dios.
Los misterios de orden teológico nos enseñan que Dios es uno y único en naturaleza, y trino en personas. Existe en él una única naturaleza divina, eterna e infinita en su ser y en sus atributos; y los de orden soteriológico nos enseñan que en Dios existe una unicidad salvífica que comparten por igual las tres divinas personas, aunque en lenguaje catequético, atribuyamos al Padre, la creación; al Hijo, la redención, y al Espíritu Santo, la santificación. Por esta doble dimensión, Dios se nos revela como uno y trino.
Hay, pues, en Dios una unicidad de naturaleza, y pluralidad personal. Esto nos lleva a la conclusión de que la Divinidad es una familia cuyos miembros son iguales en dignidad, y su comportamiento en ejemplarizante para nosotros. Cada una de las personas divinas es un don para las demás. Su convivencia es comunión, y su comportamiento es de complacencia.
En la familia trinitaria tenemos los humanos el perfecto arquetipo de nuestras familias: ella nos sirve de modelo para valorar al otro, y de ejemplo para servirle como a un “Tú de Dios”.
También los hombres, miembros de la gran familia humana, somos iguales en dignidad. Nuestra estimación mutua no debe de estar condicionada por el color de la piel, no por el nivel cultural, ni por la calidad de las costumbres, ni siquiera por el credo que profesamos cada uno.
Estas son connotaciones periféricas que maquillan el rostro del vecino, pero no constituyen la esencia de su ser. A los otros hay que estimarlos por ser personas, a quienes Dios ama por sí mismas.
El plan de Dios es que el mundo sea una familia bien avenida. Las familias no se construyen con piedras de nuestras canteras, ni con árboles de nuestros bosques. El material para construir familias humanas es el conjunto de personas que, por vínculos de sangre u otros vínculos legales, conviven dándose cada uno a todos, y todos a cada uno.
Esto lo quiere Dios: querámoslo también las personas.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo