Hay una mujer que tiene algo de Dios por la inmensidad de su amor, y mucho de ángel por la incansable solicitud de sus cuidados.
Una mujer que, siendo joven, tiene reflexión de una anciana, y, en la vejez, trabaja con el vigor de la juventud.
Una mujer que, si es ignorante, descubre los secretos de la vida con más acierto que un sabio, y, si es instruida, se acomoda a la simplicidad de los niños.
Una mujer que, siendo pobre, se satisface con la felicidad de los que ama, y, siendo rica, daría con gusto su tesoro por no sufrir en su corazón la herida de la ingratitud.
Una mujer que, siendo vigorosa, se estremece con el llanto de un niño, y siendo débil, se reviste a veces con la bravura de un león.
Una mujer que mientras vive, no la sabemos estimar, porque a su lado todos los dolores se olvidan, pero después de muerta, daríamos todo lo que somos y todo lo que tenemos por mirarla de nuevo un solo instante, por recibir de ella un solo abrazo, por escuchar un solo acento de sus labios….
De esa mujer no me exijáis el nombre si no queréis que empape de lágrimas vuestro álbum, porque ya la vi pasar en mi camino.
Cuando crezcan vuestros hijos, leedles esta página, y ellos, cubriendo de besos vuestra frente, os dirán que un humilde viajero en pago del suntuoso hospedaje recibido ha dejado aquí para vosotros y para ellos, un boceto del retrato de su madre.
Así escribía Monseñor Ángel Jara a sus diocesanos chilenos, hablándoles de sus madres y de la suya propia.
Efectivamente, así son vuestras madres, los que aún tenéis, y así han sido las nuestras, que ya nos dejaron.
Un día preguntó Víctor Hugo: “¿Sabes lo que es una madre?” Y él mismo respondió: “madre es una mujer”. Pero al instante corrige, y dice: “No: madre es un ángel que te enseña hablar, que te enseña a leer, que te enseña a rezar. Madre es un ser que calienta tus dedos entre sus manos y tu alma en su corazón. Madre es una mujer que te da su leche cuando eres pequeño; que te da su pan cuando eres mayor; que te da su vida en todo momento”.
¡Qué precioso regalo nos hizo el Señor dándonos la madre que nos ha dado! Valorémosla; imitémosla; aprendamos de ella, y no nos olvidemos de lo que nos ha enseñado. Mientras está con nosotros, hagámosla feliz, escuchándola y correspondiendo a sus delicadezas. Y los que ya la perdimos, complazcámosla, llevando a la práctica lo que de ella hemos aprendido.
Y vosotros, padres, que tenéis hijas de corta edad, no olvidéis que a una madre hay que educarla veinte años antes de nacer: veinte años antes de ser madre. Las madres no nacen: se hacen. Son sus propios padres y demás educadores los que van nutriendo a las futuras madres de los valores que luego ellas transmitirán a sus hijos. El mañana no sólo está en el seno materno; más bien, está en el corazón de las madres, que, con abnegación constante, transmiten valores humanos y cristianos a las nuevas generaciones. Su capacidad reproductora no es sólo biológica; más bien es magisterial, pedagógica, testimonial. El testimonio de nuestras madres nos lo confirma. Valoremos, pues, lo que nos trasmitieron y, puesto que la mejor educación es la imitativa, llevemos a la práctica lo que de nuestras madres hemos aprendido, y un mundo mejor enriquecerá nuestra historia.
Indalecio Gómez Varela
Sacerdote, canónigo de la Catedral de Lugo.
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