Este año se celebra el 40 aniversario de la promulgación en nuestro país de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, que sustituía a la Ley de Libertad Religiosa de 1967.
Una ley de sólo ocho artículos que desarrolla este derecho fundamental, que el artículo 16 de nuestra Constitución reconoce a los individuos y a las comunidades, utilizando como instrumento el principio de cooperación previsto en nuestra Carta Magna. El resultado más visible de la aplicación de este principio fueron los Acuerdos firmados con la Iglesia católica en 1979 y con musulmanes, judíos y protestantes en 1992. Estos acuerdos, que recogen materias similares, fueron desarrollándose normativamente durante los diferentes gobiernos del PSOE y del PP, siendo el Ministerio de Justicia el encargado de las relaciones con las confesiones religiosas.
Actualmente estas cuatro confesiones religiosas tienen reconocidos, entre otros beneficios, exenciones fiscales; un régimen de seguridad social para sus ministros de culto; la posibilidad de prestar asistencia religiosa en hospitales, cárceles y en las Fuerzas Armadas; espacios en medios públicos de comunicación; el reconocimiento de la eficacia civil de sus matrimonios; o la enseñanza de la religión en los centros públicos.
En nuestro país, en apenas cuarenta años, se ha ido configurando un marco jurídico de libertad religiosa que nuestro Tribunal Constitucional ha definido como un modelo de “laicidad positiva” y en el que los ciudadanos y las Iglesias han podido ejercer su derecho fundamental en libertad.
Pero mientras en una Europa plurirreligiosa nuestros países vecinos están apostando por la presencia de las religiones en el espacio público y el diálogo con los líderes religiosos como herramienta necesaria para la generación de sociedades vertebradas e inclusivas, en España se observan determinados posicionamientos ideológicos que buscan precisamente lo contrario, relegar el hecho religioso a la esfera privada. El aumento del antisemitismo, la islamofobia y la cristianofobia, del laicismo como modelo de gestión del hecho religioso o del anticlericalismo está generando espacios de conflicto en los que los ciudadanos y las comunidades religiosas ven restringido en la esfera pública, el ejercicio de su derecho fundamental. Y este tipo de actitudes frente al hecho religioso y sus manifestaciones, que algunos reclaman de manera insistente, no pueden ser admitidos en una sociedad democrática tal y como nos ha recordado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Precisamente, para evitar este tipo de situaciones es necesario que los poderes públicos, cuya gestión debe estar ordenada a la consecución del bien común, olviden viejos planteamientos decimonónicos y apuesten por un diálogo leal y sincero con las confesiones religiosas que permita, a través de la cooperación, hacer posible que el individuo pueda hacer real y efectivo el ejercicio de la que, en opinión de muchos, es la primera de las libertades, la religiosa.
Jaime Rossell Granados
Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado
Universidad de Extremadura
Opina sobre esta entrada: