En una jornada como hoy, de reflexión y decisiones políticas por parte de la ciudadanía, considero importante retomar la cuestión de la relevancia que la familia tuvo en la historia y tiene en las democracias modernas.
Leyendo a W. Galston, un reconocido filósofo moral de la Universidad de Maryland, llama la atención que subraya enérgicamente el papel que compete a las religiones en general y al cristianismo en particular para crear los prerrequisitos culturales y morales en que habrá de basarse un Estado justo y democrático. Presupone, el citado autor, que los ciudadanos y de manera especial quienes les representan, deben poseer un elevado nivel de virtud y carácter moral. Entiende que las democracias han de estar dotadas de calidad, cultura, gusto y tradición. Cree que una democracia justa necesita ciudadanos virtuosos, y éstos estarán comprometidos con las responsabilidades familiares y el cuidado de los hijos. Pero, para la formación de ciudadanos virtuosos son necesarias familias consistentes, estables y fuertes. Y, añade el autor, que esto es muy difícil sin la “religación”, es decir, sin la religión, ya que ésta es esencial para la creación y fundamentación de una ética cívica y para las motivaciones y las fuertes instituciones socializadoras requeridas para formar familias comprometidas y ciudadanos virtuosos.
Ciertamente, la construcción de un proceso democrático correcto requiere la memoria histórica del hecho irrefutable de que, desde los primeros siglos, el matrimonio cristiano tiene el gran mérito de proponer las mismas reglas a mujeres y hombres: la fidelidad (y esto es realmente revolucionario) que se exige a ambos, y la indisolubilidad como garantía, sobre todo, para las mujeres estériles, para que no pudiesen ni puedan ser repudiadas (léanse a Lucetta Scaraffia, en su obra La Gran Prostituta. Tópicos sobre la Iglesia a lo largo de la historia (Madrid, 2015).
Las más recientes investigaciones sobre la evolución de la familia en Occidente sugieren que el cristianismo tuvo un cometido decisivo y altamente eficaz en este proceso. Las iglesias hicieron una aportación definitiva a la socialización de familias estables y consistentes en Occidente. Sin duda, en el futuro, a pesar de las ideologías de género y de las tempestuosas agresiones de la postmodernidad, jugarán todavía un rol muy importante. Si bien es verdad que el cristianismo estuvo implicado en las instituciones patriarcales del mundo antiguo grecorromano, nunca dejó de ejercer una notable influencia transformadora sobre la condición de las mujeres y el bienestar de los hijos. De este modo sentó las bases para la aparición de una familia más igualitaria. La teóloga de Harvard Elizabeth Schüssler Fiorenza ha demostrado que la Iglesia prepaulina desarrolló una nueva modalidad de discipulado de iguales en que participaban varones y mujeres, muy diferente de las relaciones entre varones y mujeres dominadas por los códigos helenístico-romanos del honor y la vergüenza.
Algunos historiadores llegan a afirmar que esa insistencia a favor de la familia permanente e igualitaria, que el cristianismo ayudó a instaurar en la Europa Occidental, contribuyó a procesos socializadores basados en el profundo afecto entre los hijos y los padres además de ciudadanos democráticos, racionales, laboriosos y educados. Por estas y otras razones, los cristianos deberíamos estar alerta en lo referente a nuestras responsabilidades en cuanto al estudio y el debate de la ética familiar y los valores que orientan la formación y el fortalecimiento de las familias.
Mario Vázquez Carballo
Vicario General de la diócesis de Lugo