El próximo trece de marzo se cumplen seis años de la elección del Papa Francisco. Durante este tiempo nos hemos ido familiarizando con algunas de las palabras que el nuevo Papa utiliza cuando quiere indicarnos sus preferencias pastorales. Así, con frecuencia le oímos hablar de la importancia de salir a las periferias, reales y existenciales, de nuestras ciudades.
En el caso de nuestra diócesis de Lugo también tenemos una realidad que, aunque no la mencione el Papa Francisco, constituye una auténtica periferia. Me refiero al mundo rural, conformado por cientos de parroquias y aldeas, en las que vive casi la mitad de la población diocesana. Hablamos de 1139 parroquias, de las que solo unas pocas son urbanas.
Me dirán que hoy el mundo rural ya no es lo que era. Es cierto. Tenemos carreteras, televisión, teléfono, internet con una calidad aceptable. También asistencia sanitaria, farmacia y servicios bancarios suficientes. También me dirán que, a pesar de las distancias, muchas personas que viven en las grandes capitales tardan más tiempo en llegar a sus puestos de trabajo o a los hospitales de lo que podemos tardar desde muchas aldeas a la capital de la provincia o al hospital más cercano.
Creo que nadie discute la calidad de vida del mundo rural, pero hay otras cosas que lo convierten en una periferia. Hablo de la soledad de muchas personas y de la dependencia absoluta del coche para casi todo, sin el cual el aislamiento puede ser terrible.
Jesucristo nació y vivió en una aldea. Su misión se llevó a cabo por las aldeas del entorno del mar de Galilea. Ya en aquel tiempo había una gran diferencia entre la ciudad y las aldeas, con el consiguiente desprecio hacia sus habitantes, a los que consideraban con menos capacidades: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46).
Las cosas no pintan bien para el mundo rural ni para el urbano. Hace unos días conocíamos los datos de natalidad de España. Galicia no sale bien parada. En los pueblos ya hace mucho tiempo que éramos conocedores de esta realidad. La tentación, ahora, es cruzarse de brazos y esperar, porque el “enfermo está agónico”, y como ya no se puede hacer nada vamos a darnos ya por vencidos.
Que las cosas cambien no va a depender de unas ayudas económicas, por muy grandes que estas sean. Se exige un cambio profundo de mentalidad y del sentido de la vida. Ojalá se produzca antes de que los daños sean irreparables.
Mientras tanto y como desde el origen de nuestros pueblos, aquí va a seguir el cura. A lo mejor solo uno o dos, pero un cura que dé un sentido de eternidad a esta sociedad rural y periférica a la que le estamos viendo la fecha de caducidad. Lo intentaremos hacer, como no puede ser de otro modo, al estilo de Jesucristo, en esta periferia rural. Espero que no nos falte ilusión.
Termino con un sentimiento. Aunque parezca contradictorio, pocas cosas hay más esperanzadoras que ir dejando a los últimos habitantes de nuestras aldeas en las manos de Dios el día de su funeral. Sí, a esto dedicamos buena parte de nuestro tiempo los curas rurales.
Miguel Ángel Álvarez Pérez
Párroco de A Fonsagrada
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