Alguien dijo: «Dios es mi público». A este insigne público lo tenemos todos sin distinción. Dios está viendo siempre cómo construimos o destruimos nuestra vida. Observa desde la distancia, pero sin entrometerse en nada, pues para eso nos creo absolutamente libres.
Uno de los esfuerzos más grandes y más caros que hacen las empresas y entidades sociales es dar a conocer sus productos y actividades. Claro que se hace, mayormente, por motivos económicos. La ecuación es clara: cuánto más se conozca, más se vende y más beneficios produce. De hecho, desde hace tiempo, ya existen empresas cuya única finalidad es ayudarnos a comunicar bien, para dar a conocer las cosas al mayor número de personas posibles. O, también para lo contrario: para eliminar, sobre todo de la red los comentarios o noticias negativas sobre nuestras empresas o personas.
Y lo mismo que pasa a nivel empresarial o institucional también pasa en el ámbito personal. Nos gusta presumir de lo que hacemos bien, que se conozcan nuestros méritos, nuestras relaciones humanas, que los demás sepan que tengo entre mis contactos a menganito o a fulanito. De igual modo, no nos gusta que salgan a la luz pública nuestros fallos o nuestras vergüenzas. En definitiva, nos gusta quedar bien y muchas veces actuamos solo «para la pantalla».
Todos estamos expuestos a un público. No es solo cosa de los famosos. Y esto determina, en buena medida, nuestras actitudes y nuestro comportamiento. Pero, de algún modo, todos caemos en el engaño de pensar que, cuando nadie nos ve, podemos hacer lo que nos dé la gana y que no pasa nada.
¡Grave error!, pues los más perjudicados vamos a ser nosotros mismos. Las cosas son buenas o malas con independencia de que sean conocidas o no, públicas o privadas. El relativismo ha hecho estragos en este sentido. Todos tenemos experiencias de casos de este tipo. La Iglesia también. Ya sabemos que no es solución hacer como los gatos…
Vivimos pendientes de la imagen que damos a los demás, sin darnos cuenta de que hay alguien que siempre nos está viendo, hasta cuando estamos dormidos y en la intimidad de nuestra habitación. El propio Jesucristo nos dice algo a propósito de la limosna que nos ayuda a entender esto de lo que estamos hablando:
«Cuando des limosna no lo vayas pregonando, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, con el fin de que los alaben los hombres. Cuando des limosna, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha, para que tu limosna quede en lo oculto; de este modo, tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará» (Mt 6, 2-ss). Lo mismo dice de la oración y el ayuno.
Se puede decir más alto, pero no más claro. Dios es nuestro público y es a él a quien tenemos que agradar. Además, podemos tener la seguridad que haciendo las cosas del agrado de Dios también van a ser beneficiosas para los que están a nuestro lado. Cuando las cosas están bien para Dios, también lo están para lo demás.
Y si queremos que algo no se sepa, lo mejor es no hacerlo. Así de sencillo. Pero cuesta.
Miguel Ángel Álvarez Pérez
Párroco de San Froilán.
Foto: cathopic.com
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Comentarios a esta entrada:
Josefina
¡¡Que gran realidad!!. Gracias por recordarnos algo tan importante, «la presencia de Dios » en nosotros.¡¡Ojalá!! Fuéramos capaces de mantenerla día a día y hora a hora… Gracias. Dios te bendiga y siga iluminando.
18:03 | 23/07/17
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