¿Y tú, cómo rezas?

octubre 12, 2019 · 21:59 0

Hace unos años se publicó en la revista Orar una entrevista que le hacen a una madre a la que le preguntan cómo oraba cuando estaba pasando por los momentos más difíciles de su vida: la pérdida de su hija de tres años. Una terrible enfermedad se la llevó en menos de veinticuatro horas. Ella, sin entender, intentaba aceptar en un diálogo doloroso con el Señor y con su hija, que sabe vive por toda la eternidad.

P.-María Jesús, tal vez sería necesario que empezaras por explicarnos un poco tu estado de ánimo cuando el Señor te pidió aquel sacrificio, tan incomprensible humanamente, de tu hija querida. Sólo así podremos entender mejor tu actitud Orange.

La verdad es que yo sentí como si el mundo se acabara para mí, y que una especie de piedra gigantesca aplastaba todo mi ser, y que todo lo que pudiera estar brotando, naciendo, creciendo o desarrollándose en mí quedaba aplastado.

Pero sabía que Dios me quería, y me empeñé en una lucha interna agotadora, debatiéndome entre pensar que debíamos considerarnos una familia predilecta del Señor y el enfrentarme a él con un terrible ¡POR QUÉ! que surgía del fondo de mi rebeldía.

Sí, sabía que Dios quería que yo le diera a mi hija, aunque yo la sintiera arrebatada… Como una leona defiende a sus cachorros, todo mi ser material se rebelaba. Y esto era, precisamente, lo que me causaba más dolor, porque en el fondo estaba convencida de que si Dios me pedía aquello, era porque él creía que podía dárselo.

Como me sentía impotente para hacer donación de mi hija, le pedí tiempo y fe…

P.-Ahora sí, María Jesús, ahora podemos entender tu actitud orante de aquellos momentos. Esa oración que brota del dolor y de la dificultad de aceptar.

Sí recé, recé mucho en la oscuridad de una fe que a mí me parecía débil, sumida como estaba, en un mar de dudas. Recuerdo que, siguiendo el consejo que que alguien me dio, me agarré – no podía hacer otra cosa – a la oración vocal, el padrenuestro, el avemaría, repetidos muchas veces. Y, eso sí, la misa diaria con mi marido. Allí íbamos todos los días al acabar la jornada, los dos con nuestras gafas de sol para poder llorar sin ser vistos, sólo a decirle al Señor que estábamos desolados, que aumentase nuestra fe.

Además, recuerdo también, que en los primeros momentos había sentido que miles de oraciones se elevaban por nosotros. Fue una experiencia muy fuerte de la comunión de los santos. Pero cuando pasaron los primeros días, llegaron las vacaciones de verano, yo me sentía terriblemente sola, me parecía que mi fe flaqueaba, y me asusté…

Recuerdo que, en algunos momentos, hasta huía de la relación personal con Dios. El centenario de santa Teresa nos ayudó mucho y empecé a sentir remordimientos por el abandono de la oración. Eso en parte me alegró, porque era la señal inequívoca de que no podía dejar el trato personal con el Señor.

Tal vez fue un subterfugio o una escapatoria para mi alma en carne viva, pero empecé a orar hablando con mi hija. Le escribía para desahogarme y para pedirle a ella la fuerza y la ayuda que yo necesitaba.

Luego fui distanciando las cartas, y al fin las dejé. Pensé que era mejor.

Algún fragmento de estas cartas ayudará a comprender mejor mi actitud orante de aquellos días:

«María, mi reina, todavía no acabo de creerme que no pueda volver a abrazarte ni a disfrutar de tu alegría… ¡No entiendo nada! Tú eras tan fuerte y sana… ¡Dios mío, y hay que aceptarlo! Fue como un zarpazo, un zarpazo sin sentido que nos privó de la alegría y de la ilusión de vivir. Y, sin embargo, hay que pensar que no es más que una exigencia de tu amor. Con mis lágrimas quiero ahogar el martilleo de ese ¡por qué, por qué! que me atormenta. No entiendo como puede estar ya a tu lado, Señor y sentir yo esta terrible desolación».

«Así́ es de pobre mi fe, María. Por eso te pido y te insisto, que le solicites a nuestro Dios, que aumente nuestra fe».

«Tal vez, Señor, lo que quieres ahora es ésta pobre fe mía que se debate en un mar de dudas».

«Mira, hija mía, ahora han cambiado los papeles. Cuando tú vivías aquí, yo era quien debía cuidarte, guiarte, y, sobre todo, enseñarte a conocer a Cristo, transmitirte mi fe. ¿Recuerda aquello que cantabas: «dame la fe de mis padres»? No tendría contenido para ti, pero lo cantabas»

«Ahora eres tú́ quien tiene que cuidarme, guiarme, y, sobre todo, enseñarme a Cristo, ayudarme a recuperar la fe… a crecer en ella, ahora que estoy en este pozo oscuro de tristeza»

P.-María Jesús, han pasado exactamente tres años. Has seguido orando, lo sé. Ahora, con la perspectiva que da y la luz que da el tiempo, ¿puedes hablarme de tu experiencia sobre ese dolor asumido en la fe oscura de una oración que entonces fue grito de angustia?

Sí, hoy precisamente, se cumplen tres años de la muerte de María. Su presencia sigue viva en casa, pero su pérdida está aceptada, aunque esto no mitigue el dolor profundo, hondo que forma parte de este espacio recóndito del corazón donde se guarda lo más íntimo, lo más personal; justo por debajo del espacio de Dios fundido con él, como continuación suya. ¿Ha habido total donación? No lo sé. Pero si hay absoluta seguridad de que el Señor nos ama de una forma muy especial y de que, aunque no entendamos, la muerte de María y el no tener más hijos por ahora, que acompañen a nuestro pequeño Miguel, es un bien para nosotros pues proviene de El y El nos ama.

También puedo decir ahora algo que constato y que se deriva de la muerte de mi hija: ante la vida, mi marido y yo tenemos ya una postura diferente. Ahora hay ciertos problemas que nos resultan irrisorios. No merece la pena enfrentarse con los demás por nimiedades. No se debe perder la serenidad por tonterías. También hemos aprendido a no afanarnos por tener muchas cosas, no disgustarnos por una mala cara, no dar importancia a un gesto de un día, comprender al otro que tal vez se halle en aquellos momentos sumido en algún dolor, y cualquier cosa le cueste un esfuerzo grande… no sé, creo que hemos aprendido mucho.

Ahora, volviendo a la oración, mis dudas han desaparecido y siento la presencia del Señor en nuestro hogar. En mi oración soy un poco más Marta que María. Pero sé que en ella está la fuerza para entregarme a los míos, a los alumnos, a los amigos, al trabajo…

Hoy, ya serenamente, puedo hacer la oración que hace tres años comencé: María, hija, cuida de este matrimonio, de esta familia.

En ésta serenidad es en donde veo yo el mimo con que Dios cuida siempre de nosotros.

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