Como es de todos sabido, hace unos días conocimos el documento del Vaticano sobre el trato que debemos dar a las cenizas de nuestros difuntos. Hablé de esto en mi anterior artículo. Hoy traigo de nuevo a colación este tema, pero es por otro motivo.
Durante los días de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, tuve ocasión de hacer un pequeño sondeo sobre la lectura de este documento. Pregunté sobre la lectura y conocimiento de este documento a los números fieles que asistieron a las también numerosas misas que tuve que celebrar.
El resultado de la encuesta fue el esperado: todo el mundo había oído hablar del documento en los medios de comunicación, pero solo un escaso 1% lo había leído y lo conocía de primera mano.
Esto es solo una muestra de lo que suele pasar habitualmente con las cosas de la Iglesia. Conocemos la vida de la Iglesia, a la que decimos pertenecer, solo por lo que dicen otros, que en la mayoría de los casos no van a ser, precisamente, los más amigos o los que la conozcan desde dentro y de verdad. Conocemos nuestra casa por lo que dicen los de fuera y no porque nosotros nos preocupemos de ella o nos sintamos parte de la misma.
Soy ingenuo, pero no tanto como para decir que la Iglesia es perfecta y que todas las noticias sobre ella son falsas o mal intencionadas. Claro que no. La Iglesia es santa y pecadora al mismo tiempo. Santa, porque su cabeza es Cristo. Pecadora, porque sus miembros (no solo el papa, los obispo y curas) somos pecadores, o imperfectos, si les gusta más la palabra.
Cuando queremos conocer una realidad es lógico que lo hagamos desde dentro y preguntando a los que están todos los días “al pie del cañón” de esta realidad. Permítanme que les ponga la siguiente comparación: imagínense que están interesados en conocer mejor al partido político “X” y para eso le piden opinión solo al líder del partido “Y”. El resultado es previsible: se unirán al partido “Y” y no al “X” al que, por cierto, terminarán odiando.
Desde aquí les invito a conocer a la Iglesia desde dentro. No importa si nunca estuvieron en ella o si la dejaron por los motivos que fueran. Entren, sin prejuicios y como si fuera la primera vez. Olvídense de las leyendas urbanas o negras que circulan por ahí adelante.
Una vez que entren, o que les pregunten a los que están dentro, se encontrarán con una realidad nueva y verán que nada es cómo les dijeron. Pero, lo más importante, es que se encontrarán con Jesucristo, el Hijo de Dios.
Si tienen ocasión intenten hablar con un sacerdote. Pero háganlo desde la sinceridad, no atacándolo con malicia, sino exponiéndole las dudas que tienen y que él se las aclare o les informe acerca de dónde pueden encontrar la información y la formación correctas.
No acudan a los sacerdotes solo para que les organicen un evento social privado y particular en el día, hora y lugar que mejor les conviene sin posibilidad de otra opción. Dejen que se les acompañe en ese acontecimiento festivo o luctuoso haciendo que Dios les ilumine y bendiga en ese momento, pero sin buscar ni pedir cosas «extrañas», que nada tiene que ver con la Iglesia y menos con la salud espiritual de las personas.
No me cabe ninguna duda: lo primero que tiene que ofrecer hoy la Iglesia al mundo es a Jesucristo. No hay nada ni nadie mejor. Un mundo con Dios como motor efectivo y afectivo no puede ir mal. Un mundo guiado por el mandamiento nuevo del amor, que Jesucristo nos enseñó, tiene que ir bien necesariamente. Una persona que se encontró con Dios de verdad tiene que ser feliz.
Fíense, hagan la prueba y después me dicen cómo les fue.
Miguel Ángel Álvarez Pérez
Párroco de San Froilán
(Publicado en El Progreso, 20 de noviembre de 2016)
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