Dios está aquí para recibir nuestra adoración y para ofrecernos su ayuda. Valoremos su presencia, y agradezcamos sus favores. Correspondamos a su amor y escuchemos su palabra para saber lo que espera de nosotros, y nos dispongamos a comportarnos siempre como buenos cristianos.
No corren buenos tiempos para la Iglesia. Los templos se vacían de fieles. Muchos cristianos, antaño creyentes, hoy se abominan de serlo. Este comportamiento empobrece la fe de nuestros pueblos, y es una infidelidad para con el Señor. El que había creado a Adán y a Eva con inmenso amor y los había colocado en el Paraíso Terrenal, bajaba cada tarde a dialogar amigablemente con ellos. Pero un día, con gran sorpresa suya, no los encontró: habían pecado. Estaban impresentables, y se escondieron. Sin embargo, el Señor, que antes los amaba con amor de complacencia, ahora los ama con amor misericordioso, y establece lugares de reconciliación: la tienda del encuentro, en la que el Señor hablaba a Moisés y le indicaba cómo conducir a su pueblo hacia la Tierra de Provisión. Y cuando Israel se instaló en Palestina, el santuario común en el que los israelitas daban culto a Yavé, ellos sucesivamente eligieron otros lugares para encontrarse con el Señor (Guilgal, Siquén, Siló, etc), hasta que Salomón construyó el Templo de Jerusalén. Desde entonces, este templo será el centro oficial del culto a Dios, el cual, aunque tiene su residencia en el Cielo, sin embargo, el templo salomónico era como una réplica del palacio celestial, al cual los israelitas acudían a dar culto al Señor.
Era impensable que Dios pudiese darnos más muestras de amor a los que habíamos sido infieles; pero el Señor, puesto a amar, ama para siempre, y, andando el tiempo, decreta la redención del mundo, mediante la encarnación de su propio Hijo, que se hizo hombre en el seno virginal de María, y así remedió la mala suerte del hombre, convirtiendo su amor complaciente en amor misericordioso, mediante su ejemplaridad redentora que ahora continúa en la Iglesia, en cuyos templos instaló su presencia eucarística. En las suntuosas catedrales y en los humildes templos de nuestras aldeas, está presente Jesús Sacramentado, porque el amor pide presencia, y a su presencia no puede renunciar nuestro Dios, de ahí que, llegada la hora de volver al Padre, nos envie al Espíritu Santo para continuar su divina presencia entre nosotros.
Espíritu quiere decir «aire que se respira», «fuerza que pone en movimiento», «soplo que da vida», como el soplo de vida en el Paraíso al crear al hombre…
Al Espíritu Santo no podemos verlo, como no podemos ver el aire pero lo conocemos por sus obras: Jesús fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Ha sido el Espíritu Santo quien le condujo al Jordán para ser bautizado por su Precursor. Es el mismo Espíritu quien le conduce al desierto para prepararse a la vida pública y luego a Galilea para predicar el Evangelio. Ese mismo Espíritu que, en forma de paloma, se posó sobre Jesucristo en el Jordán, también se ha posado sobre nosotros el día de nuestro bautismo, convirtiéndonos en hijos de Dios, y el día de nuestra Confirmación haciéndonos apóstoles de Jesucristo, y que ahora derrama sus dones en nuestras almas, para que produzcan los correspondientes frutos.
Dejemos que el fuego del Divino Espíritu caliente nuestros corazones, para que los dones recibidos del cielo, den fruto de santidad en nuestro mundo.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo