No quisiera ser pesimista, pero a fuer de ser realista, no puedo menos de reconocer que la cruz ha estado siempre presente en la historia de la humanidad. Cruces en los caminos y cruces en los hogares; cruces en los templos y cruces en los cementerios; cruces sobre los hombros y cruces colgadas del pecho de las personas; cruces como reconocimiento de los méritos y de la valía de los mejores ciudadanos.
Por múltiples motivos, a través de los tiempos, se han acumulado los elogios hacia las cruces de éxito, y las lamentaciones recordando los tristes acontecimientos del pasado. Nos lo ha recordado la fiesta de la Santa Cruz, que acabamos de celebrar.
¿Cuál es la postura más correcta, llorar los días invernales o festejar los días primaverales? La respuesta también es válida en lo referente a las cruces de la vida. Cierto que el mundo es camino de Cielo, pero no es Cielo. Valoremos lo bueno de hoy, y gocemos sabiendo lo que de mejor nos espera en el mañana. La existencia humana comienza en la cuna, y se prolonga más allá de la tumba. Esta consideración es indispensable para hacer una evaluación acertada de las cruces compañeras de nuestro vivir.
La cruz, que era un patíbulo ignominioso en el que los romanos ajusticiaban a los esclavos, cambió de signo a partir del primer Viernes Santo. Hasta entonces era instrumento de muerte. Ahora es instrumento de vida. En el Antiguo Testamento, era patíbulo de condenación. Ahora es señal de salvación. En la antigüedad era signo de derrota. Después de la crucifixión del Hijo de Dios, es precio de redención. Ahora bien, esta sublimación de la cruz depende de quién la lleve y de cómo la lleve; porque así como no es el trabajo el que dignifica a la persona, sino que es la persona la que dignifica el trabajo; así ocurre también con las cruces que pesan sobre el hombro de los hombres. De igual modo, no es la cruz la que dignifica al crucificado, sino el crucificado el que sublima la cruz en la que entrega su vida.
La cruz es la señal del cristiano de la cual nos servimos ritualmente para signarnos y santiguarnos y para bendecir objetos, campos y santuarios. Pero, además de signo ritual del cristiano, es también compañera inseparable de todo mortal. Caminamos a la sombra de la cruz o bajo el peso de la cruz o apoyándonos en ella. Un cristiano auténtico es un “crucificado”. Lo ha dicho Jesús: “El que quiera venir en pos de mí, que tome su cruz y me siga». En el Antiguo Testamento, el crucificado era un maldito; ahora es un “redimido». Ahora bien, no todas las cruces son de madera, ni todas son redentoras. En la antigüedad, los montes de los judíos estaban erizados de cruces, y actualmente también lo están nuestras vidas: la pandemia, con sus múltiples manifestaciones; la hambruna que siega tantas vidas por falta de pan; la soledad, la persecución, la inseguridad social… son múltiples cruces de las que cuelgan incontables crucificados. Pero, repito, no todas son redentoras. Su virtualidad redentora no depende de su tamaño ni de su materialidad. El primer Viernes Santo, escalaban el monte Calvario tres ajusticiados, cargados con sendas cruces. A buen seguro que todas eran de la misma madera y del mismo tamaño; sin embargo, sólo una de ellas era redentora. Tengámoslo en cuenta, y preguntémonos si no habremos equivocado nuestro cometido muchos cristianos, dedicándonos a fabricar cruces, en vez de afanarnos por ser redentores.
Las cruces nos las ofrece la vida. Pongamos de nuestra parte, una actitud redentora, uniendo nuestros pequeños o grandes sacrificios, a los del Señor, que con su heroica generosidad, nos ha redimido a todos.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo