«Resucitó de veras mi amor y mi esperanza», así resuena en la oscuridad de la noche este texto de la secuencia pascual. Y hoy resuena también en todo el mundo cristiano el anuncio de la Iglesia: «¡Jesucristo ha resucitado!».
Esta buena noticia se ha encendido como una estrella de luz en la noche en un mundo con grandes desafíos y que, ahora, abrumado por la pandemia, necesita más que nunca resurgir y reencontrarse consigo mismo para renacer a la esperanza de un mundo mejor y de eternidad.
El Resucitado se hace el encontradizo, en el camino de Emaús, como un viandante desconocido. Después de una larga conversación es invitado a quedarse porque «anochece». Los discípulos le reconocieron al partir el pan. Aquel pan era la medicina de la inmortalidad. «El que coma de este pan vivirá para siempre». Era y es el pan de la vida. Por eso cada domingo hacemos memoria viva del Resucitado y celebramos con gozo y alegría su presencia real entre nosotros.
La ciencia médica actual está tratando de evitar propiamente la muerte o eliminar sus causas para conseguir una vida cada vez más longeva y mejor. Pero ¿qué ocurriría si realmente se lograse retrasar indefinidamente la muerte y alcanzar edades muy avanzadas? ¿Sería bueno para la humanidad? Sin duda, la humanidad envejecería prematuramente, no habría espacio para la juventud, se apagarían las capacidades de renovación y de renacimiento y el hecho impensable de una vida interminable aquí en la tierra, en lugar de un paraíso, sería más bien un infierno.
La verdadera hierba medicinal contra la muerte es la que transforma nuestra vida interior, la que se recrea en nosotros de un modo nuevo, generando una vida verdaderamente capaz de eternidad. Esto es lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, por eso en la noche de Pascua celebramos que tenemos una vacuna regenerativa, la medicina del bautismo que nos capacita para una vida nueva, que madura en la fe, y que no es truncada con la muerte de la antigua vida porque tiene un destino de eternidad.
Dicen los hermeneutas bíblicos que el origen de la tradición confesional sobre el Resucitado puede palparse en la tradición narrativa. Refiere ésta, que los discípulos de Emaús, a su regreso, fueron recibidos por los once con la exclamación: «Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón». Esta frase constituye nuestro texto de resurrección más antiguo. Son confesiones de fe en la presencia del Señor, expresión de esperanza y, al mismo tiempo, el distintivo de los creyentes, la verdad fundamental, la que nos ha conservado Pablo de Tarso en 1 Cor 15,3-8 como una tradición recibida por él de fieles manos, y que él, a su vez, transmite. Abarcando la integridad de los textos, afirmamos que Jesucristo no vive ya como un muerto redivivo, sino desde el centro de la fuerza divina, por encima de todo lo medible física y químicamente hablando. Realmente él mismo, su persona, el que dos días antes había sido ejecutado, vive. «Resucitó al tercer día, según las Escrituras». Así, creer en la resurrección es creer en el poder real y transformador de Dios que es esperanza y alegría y que nos capacita para cantar, «¡aleluya!», en medio de un mundo sobre el que se cierne la pesada losa de la muerte.
Mario Vázquez Carballo
Vicario General