Los sentimientos condicionan los juicios sobre las personas. Los sentimientos afectivos propenden a juicios de comprensión; los sentimientos de aversión propenden a sentencias condenatorias.
Esto es aplicable a la actitud social de los hombres. Sobre el hombre se han hecho muchas preguntas, y las respuestas son contradictorias. “El hombre es un lobo para el hombre” se repite aquí y allí, de tal manera que este modo de hablar se convirtió en el aforismo de la historia de la humanidad. Es el sentimiento de que el otro es un rival del que tengo que defenderme. “El hombre es un ser inútil”, en expresión de Sartre, o “un ser para la muerte”, al decir de Heidegger. En opinión popular, el hombre es el depredador del vecino. Así piensa el mundo, concluyendo que el hombre es un enemigo del que tengo que defenderme. Este sentimiento negativo nos lleva a una valoración también negativa de nuestros semejantes. Así como a la noche se opone el día, y el sol se opone a la oscuridad, así, con el amanecer de la madrugada, todo se ilumina de luz y esperanza. Con el sol de la mañana, el sentimiento derrotista se troca en el sentimiento optimista, y el hombre se contempla a sí mismo como el rey de la creación, y al mundo en que vive, lo contempla como su morada terrenal. Y al contemplar las maravillas que él mismo ha realizado en el suelo que ahora pisa, comienza a valorarse a sí mismo, y se anima a continuar su obra. Y cae en la cuenta de que el mundo tiene dos dimensiones: la terrenal, cuya finalidad es producir pan y cebollas para nuestro sustento; y la social, que busca ser morada acogedora para la familia humana.
Sabedores de nuestras posibilidades, y conscientes de nuestra responsabilidad, debemos preocuparnos del mundo que está en nuestras manos. Lo primero que se nos pide, es que mejoremos el concepto de nosotros mismos y de nuestros semejantes: ni ellos ni nosotros somos depredadores de los demás. En el hombre hay más cosas positivas que negativas, dice Camus. El hombre debe ser un don para los demás. El hombre, en parte nace y en parte se hace. El mayor milagro hecho por el hombre, es el hombre mismo, en frase de San Agustín. Cada hombre es un “tú de Dios» y así tenemos que mirarlo todos los demás. Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo, afirma San Juan de la Cruz.
Dios quiso hacer del hombre una imagen semejante a sí mismo, y para ello puso en nuestras manos el boceto, y pidió su ejecución. Pero el mandato del Señor no está del todo cumplido. El hombre es un ser en continua construcción. Dios aportó el diseño y la materia prima, y para llevar a feliz término el proyecto, solicita nuestra colaboración, reservándose Él la dirección de la obra. Esto no podemos olvidarlo los humanos, y como fieles colaboradores, debemos mantenernos atentos a las indicaciones del Maestro, para que nuestro quehacer resulte una copia perfecta de su quehacer. “Aprended de mí» nos dice el divino artífice del ser humano. Si así lo hacemos, el mundo será una fotocopia perfecta del boceto entregado por Dios al hombre el primer día de la creación.
Y este es nuestro cometido y nuestra responsabilidad. Ojalá sea también nuestra satisfacción.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo