El mundo está lleno de utopías. Utopía es una realidad siempre apetecida, pero nunca lograda. Una realidad que nunca será realidad. La santidad es una perfección siempre deseada, pero nunca alcanzada.
En este sentido, nunca podríamos hablar de santidad, ya que la santidad es un bien que, por nosotros mismos, jamás podríamos conseguir. Sin embargo, Jesús nos dice: «Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo». Entonces la santidad no puede ser una utopía. Estamos llamados a ser santos.
¿Qué es, pues, la santidad? No es un simple atributo o cualidad de Dios. Es la misma esencia de Dios, y se ramifica en atributos divinos. Dios es caridad, que se manifiesta en amor hacia nosotros. Ante nuestros pecados, Dios manifiesta su compasión, perdonando nuestras caídas. Ante nuestras maldades, Dios no empuña la adarga para defenderse, sino que tiende la mano para evitar nuestros despropósitos. Ante nuestras tibiezas, nos muestra su corazón de amor y acogida. Ante nuestras cobardías, nos ofrece su generosidad redentora, y ante nuestras infidelidades, se nos entrega con amor sin medida.
En su Hijo, Dios no se muestra juez, sino redentor, y nos dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» y «Estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos». No estamos solos: Jesús camina a nuestro lado y nos ayuda a recuperar nuestra esperanza, como lo hiciera con los discípulos de Emaús.
Es cierto que hay mucho mal en el mundo, pero no es menos cierto que nuestra tierra está sembrada de hombres de bien: también en nuestros tiempos abundan los hombres de honradez entrañable. Y esto es fundamental, ya que no se puede aspirar a ser buen cristiano, sin ser antes un hombre honrado. Las sanas costumbres predisponen para las virtudes cristianas. A los dones sobrenaturales preceden las virtudes cardinales. Estas son tierra abonada para que los dones infusos se enraícen en el hombre de bien, y den fruto abundante. Y los frutos están ahí. Es evidente que no todos los hijos de la Iglesia son santos, pero es santa en Cristo, su cabeza, es santa en su doctrina, es santa en sus sacramentos y es santa en multitud de sus miembros.
La santidad no es el lujo de unos pocos, sino uno obligación para todos. La santidad no es una pieza de museo de otros tiempos. La santidad es la sustancia de la vida cristiana. Santidad es la vinculación del hombre con Dios. Es la intimidad del hombre con Dios. Santidad es la aceptación de la voluntad de Dios por parte del hombre. Dicha aceptación puede darse a distintos niveles: Cumpliendo lo que Dios manda (Los mandamientos), aceptando lo que Dios pide (consagrándose a él, por los votos de pobreza, castidad y obediencia) y aceptando el martirio por amor de Dios.
A estos tres niveles de identificación con la voluntad de Dios, corresponden tres grados de perfección: santidad fundamental, la de los que guardan los Mandamientos; santidad generosa, la de los que abrazan la vida consagrada de pobreza, castidad y obediencia; y la santidad heroica, la de los mártires que cruenta o incruentamente dan la vida por el Señor.
A este proyecto santificador, contribuye el Señor, mediante la institución de la Iglesia. Esta, con su doctrina, nos enseña el camino del bien. Con sus sacramentos, fortalece nuestras debilidades. Con la solicitud de sus pastores, nos advierte de los peligros que corre nuestra fidelidad bautismal, y con el ejemplo de sus buenos hijos, nos estimula en nuestro caminar hacia la perfección.
Está, pues, claro que la santidad no es una utopía, sino una realidad a la que todos debemos aspirar con ilusión y responsabilidad. Con ilusión, porque el Señor camina a nuestro lado, y con responsabilidad porque la última palabra en el cumplimiento de la divina voluntad la tenemos nosotros.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo.
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