En la historia del hombre está siempre la huella de Dios. En la creación del hombre está impresa la huella de Dios Padre, que hizo al hombre un poco inferior a los ángeles.
En la redención está impresa la huella de Dios Hijo, que se revistió de la naturaleza humana, enriqueciéndola con su santidad y rescatándola con la sangre de su sacratísima humanidad. Y en la santificación del hombre está impresa la huella del Espíritu Santo, que en Pentecostés inaugura la vida de la Iglesia, manteniendo en ella la unidad y la universalidad, como continuación de la misión mesiánica de Cristo.
Cierto que la creación, redención y santificación son huellas del mismo y único Dios, aunque, con pedagogía catequética, se atribuyan distintamente a cada una de las personas de la Santísima Trinidad.
Concluida su misión, el Padre dijo a los hombres: “creced y llenad la tierra”.
También Jesús expiro diciendo: “Todo está cumplido… Recibid el Espíritu santo…” Y en cumplimiento de la promesa del Señor, el día de Pentecostés, estando los apóstoles reunidos, se les apareció el Espíritu santo, poniéndose encima de cada uno de ellos. Desde aquel momento los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, comenzaron a hablar en lenguas extranjeras, haciéndose entender por todos los allí presentes procedentes de los más diversos países.
La promesa de Jesús estaba cumplida. El Espíritu Santo había descendido sobre los Apóstoles y María Santísima.
Pero ¿quién es y cómo es ese personaje que viene a continuar la obra de Cristo en la Iglesia?. El Espíritu Santo es la máxima autodonación de Dios a los hombres. El Espíritu Santo es toda la fuerza de Dios sobre la debilidad humana. Es toda la Luz de Dios sobre las tinieblas del mundo. Es todo el Amor divino sobre el corazón de sus hijos. Al Espíritu Santo no podemos definirlo, porque trasciende toda definición posible.
Tenemos que valernos de símiles para hablar del Espíritu Santo.
El evangelista san Lucas dice que es como un viento huracanado que nos pone en movimiento hacia Dios; que es como el aire que respiramos, el cual impide que nos asfixiemos espiritualmente; que es como atmósfera que renueva, purifica y nos permite seguir viviendo como cristianos.
Es como fuego que purifica y enciende; es el fuego que Jesucristo vino a traer a la tierra: el Amor.
La imagen más clarificadora es la que utilizó Jesús: “exhaló su aliento sobre ellos”. El Espíritu es aliento que da vida divina al que no la tiene y que resucita al que la ha perdido.
Dios se sirve de las criaturas según el beneplácito de su voluntad. Los seres irracionales no son responsables de los servicios que prestan, porque no son consientes de la utilidad que aportan. El comportamiento de Dios con las personas es distinto. A nosotros el Señor no nos utiliza: nos enriquece con sus dones y carismas, y espera abundantes frutos de tan ricas dádivas.
La sementera es garante de abundante cosecha, pero la tierra condiciona el fruto.
Las personas somos inmensamente valoradas por el Señor, a la vez que deudores de los dones de su Espíritu.
Nosotros somos la tierra que condiciona los frutos de esos dones. Cuidémosla para que la siembra del Espíritu produzca en nosotros abundantes espigas, ricas en ejemplar comportamiento.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo