Con cierta frecuencia escuchamos o, incluso se nos pueda escapar, una expresión que, aunque en apariencia sea inocua, encubre y refleja al mismo tiempo, un retrato muy preocupante del alma humana. Me refiero a la expresión: ‘es de los nuestros’, ‘no es de los nuestros’…
No es fácil acotar ni describir con precisión el alcance de un pronombre posesivo, cuando es utilizado de esta forma. Ahora bien, de lo que no cabe duda es de que se traduce en rechazo o en aceptación de nuestro prójimo. Se trata de un sentimiento poco definido que nos lleva a percibirlo como ‘de casa’ o como ‘extraño’, cuando no como enemigo. Es un mal que salpica la política, pero que la trasciende claramente, llegando a todos los ámbitos: deporte, cultura, amistad, religión, familia…
Nos movemos en el terreno de la visceralidad, de forma inversamente proporcional no solo a la amabilidad, sino también a la racionabilidad. En efecto, el sentimiento de que alguien no sea ‘de los nuestros’, se traduce en dureza de juicio, en antipatía, en indiferencia… En última instancia, el pronombre posesivo de la primera persona del plural corre el riesgo de no significar tanto el amor a lo propio, cuanto el recelo a lo que viene de fuera de nosotros.
El encasillamiento de cuantos nos rodean bajo el parámetro de filias y fobias, refleja y camufla una notoria pobreza de pensamiento. La sospecha prevalece sobre la confianza, al tiempo que los cotilleos se fundan en los prejuicios, de forma similar a como los prejuicios brotan de los estereotipos… Por su parte, los epítetos sustituyen a los sustantivos, y la proliferación de los argumentos ad hominem, termina por excusarnos del deber inexorable de esforzarnos por discernir entre la verdad y la mentira, lo bueno y lo malo, lo prudente y lo imprudente…
Este fenómeno llega a tal punto que las adscripciones tribales se convierten en la inspiración principal para descubrir la propia personalidad: “¡somos hutus!” o “¡somos tutsis!” (permítaseme esta referencia étnica emblemática). La propia autoestima acaba fundándose en el mero lugar de nacimiento, en la adscripción a una ideología, en el cultivo de nuestros hobbies, en la pertenencia a un sistema político cultural, etc. De todo esto se desprende no solo el deterioro de las relaciones humanas, sino sobre todo, el empobrecimiento de la propia personalidad.
Hacer esta reflexión en el día de Navidad nos lleva a recordar que el misterio de la revelación de Dios y el de la redención del género humano, se encontraron de forma notoria con la misma dificultad: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron» (Jn 1, 11). El Evangelio según San Juan es, de forma especial, el que más subraya el drama de la acogida o el rechazo del pueblo de Israel al Hijo de Dios. En uno de los momentos cumbres de este Evangelio, después de la proclamación de la parábola del Buen Pastor, podemos leer: «Jesús les replicó: “Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?”. Los judíos le contestaron: “No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”.» (Jn 10, 32-33).
Dicho de otro modo, una parte importante de aquella sociedad judía a la que se dirigía Jesucristo, esperaba un mesías que fuese plenamente ‘de los suyos’, con la estrategia de verlo plenamente ‘integrado’ en sus expectativas políticas, sociales y religiosas. Pero claro, el reconocimiento de la identidad divina de Jesucristo lo hacía inmanipulable. No es el Mesías el que debe ponerse al servicio de la causa judía, sino que es el pueblo elegido el que, reconociendo en Jesús de Nazaret al enviado del Padre, se ha de poner en manos de Yahvé para ser el germen del Reino de Dios en el mundo entero.
La clave la encontramos en la adoración a Jesucristo. Adorar a Jesucristo, reconociendo en Él al Hijo único del Padre, enviado al mundo por nuestra salvación, supone redefinir los objetivos de nuestra vida, relativizar nuestras propias ideologías, matizar nuestras sensibilidades, reordenar nuestras actitudes y comportamientos, etc. Por el contrario, si nos limitamos a ver en Jesús de Nazaret un personaje histórico muy atrayente e interesante, pero sin reconocer su identidad divina (o refiriéndola solo de una forma metafórica); entonces, inevitablemente, lo rechazaremos o lo haremos ‘de los nuestros’.
La cuestión determinante no es solo si Jesucristo es ‘de los nuestros’ –en la encarnación se ha desposado para siempre con nuestra carne y nuestra sangre— sino si nosotros estamos dispuestos a ser plenamente ‘suyos’. El prólogo del Evangelio de San Juan lo remata de forma inequívoca: «Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron. Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.» (Jn 1, 11-12). En pocas palabras: Jesús se ha hecho ‘nuestro’. ¿Somos nosotros ‘suyos’?
Eguberri On guztioi!! Os deseo una Feliz Navidad, en la que la natividad de Jesús sea el centro inequívoco de esta celebración. La Navidad tiene que ser rescatada de la frivolidad. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: «Un corazón que ama es el único belén en el que Cristo quiere venir en Navidad.»
PD: Un consejo cinematográfico para estas fechas… Me refiero a la película animada “Se armó el Belén” estrenada ya hace dos años. Es un buen regalo para niños a partir de seis años, y para adultos dispuestos a entrar por la puerta pequeña de Belén. Me parece una joya del cine familiar navideño.
José Ignacio Munilla
Obispo de San Sebastián
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