En el siglo XVIII, un alemán consiguió grabar su nombre en la historia no por hazañas vividas sino por hazañas inventadas: el Barón de Münchhausen. Él luchó en la guerra contra los turcos y, vuelto a casa, contó a sus conocidos las proezas protagonizadas. Dijo haber cabalgado sobre una bala de cañón, bailado dentro del estómago de una ballena, viajado a la Luna e, incluso, matado a un oso y haberse vestido con su piel para pasar desapercibido.
Su hilarante historia da hoy nombre a una dolencia: el síndrome de Münchhausen. Quien la sufre llega a fingir sus propios problemas utilizando un aire desorbitadamente dramático por una irrefenable necesidad de llamar la atención.
En ocasiones creo que algunos en la Iglesia afrontamos el tiempo presente con la misma enfermedad que el noble alemán. Y es que no es difícil escuchar que, habiendo sido exageradamente grandes y desproporcionadamente inmensos, hoy la realidad nos supera y obliga a vivir en un tiempo que ya no es el nuestro y no permite semejantes logros.
Que sí, que todo fue hermoso. Puede que la Iglesia y sus miembros cabalgaran sobre balas de cañón, bailaran dentro de una ballena, fueran a la luna e incluso mataran a algún oso. ¿Y ahora? ¿Ahora sólo queda contarlo? No.
Es verdad que no se puede descartar que el mundo católico haya sido corresponsable, al menos por ingenuidad, del actual estado de cosas. Pero aún asumiendo esto, en el contexto de esta España postcristiana, hay muchos hombres y mujeres (¡Iglesia!) que continuamos, como los de antes, viviendo y hablando de un Otro que salva la existencia, y orgullosos de su fe. No cabalgan en balas de cañón pero son fieles como los de ayer.
La tarea de anunciar el acontecimiento de Jesucristo ha sido encomendada a los cristianos de ayer, y lo hicieron bien, maravillosamente bien. Pero también a los de hoy, los que formamos parte de esta historia buena, de esta familia de testigos de un bien visible y admirable.
Como antes, hoy también hay Iglesia y continuará siempre con la tarea del kerygma y de la profesión de fe, dando testimonio de lo que ama. Y anunciando una realidad posible: la del que puede salvar siendo capaz de dar sentido a todo, a todos.
Así, en los dolores de parto de este nuevo tiempo, el testimonio de cristianos capaces de hacer una propuesta para la vida es tan decisivo para la sociedad como lo fue antaño. Y los hay, y muchos, que viven anunciando hoy el acontecimiento de Jesucristo.
Dios quiera que dejemos de lado el síndrome de Münchhausen y vivamos, en el hoy, la vida cambiada por la gracia que regenera la historia. Como la joven Amalia, el pequeño Carlos, el profesor Alberto, el taxista Manolo, la médico Gloria, la periodista Carmen, el cura Pepe, el barrendero Uxío o la abuela Rosa, en los que brilla el esplendor del rostro de Cristo Resucitado. Porque es en ese rostro, como escribió el cardenal Angelo Scola, donde se encuentra «la posibilidad de una esperanza digna de fe para el hombre y para toda la familia humana.» Ayer, hoy y mañana. Hasta el fin de los tiempos.
Marcos Torres Gómez
Párroco de Lalín
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