La presencia de Jesús era garantía para los Apóstoles, como lo era la presencia de Moisés para los israelitas.
Cuando Moisés faltó, construyeron el Becerro de Oro…¡Fatal solución! Ni la fuerza libera, ni la riqueza salva. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Con vosotros está y no le conocéis «. Todo lo que Jesús era antes de su muerte, no se ha perdido. Tras su agonía en la cruz. Muy al contrario, con la resurrección, se ha enriquecido la vida de Jesús. La vida que ahora tiene es de una calidad muy superior a la que entregara el Viernes Santo. Es una vida pospascual, como consecuencia de haber pasado de este mundo al Padre. Y esta vida pospascual debe vivificar al Cristo total; debe extenderse a todos nosotros, miembros de su cuerpo místico.
El propio Jesús nos lo explica con la alegoría de la vid. Cristo es la cepa rebosante de vida, capaz de vitalizar a todos los sarmientos. Para ello, es necesario que se mantengan unidos a la raíz. Arrancados de la cepa, los sarmientos se mueren y sólo sirven para ser echados al fuego. La vid y los sarmientos no se ignoran simultáneamente: son miembros de una misma planta. La sabia no brota de los sarmientos: la reciben de la vid. Por eso la vida es la misma en la cepa y en las ramas.
Los sarmientos no dan fruto separados de la vid. La vid llena de vida, comunicando su savia a los sarmientos que están unidos a ella. Los sarmientos son una misma realidad con vid.
Este es también nuestro caso y nuestra dicha. Cristo prolonga su misma vida, toda la fuerza de su amor y toda la vitalidad de su Espíritu, a condición de que nosotros nos mantengamos unidos a El.
Este es el gran deseo de Jesús, manifestado en los discursos de la última cena.
Está bien llevar al cuello una medalla de la Virgen o en la solapa una pequeña cruz, expresión de nuestra religiosidad. Sin embargo, esto no basta para identificarnos como cristianos.
Cristiano es el que se identifica con Jesucristo. Y tanto más cristianos somos, cuánto más nos parecemos a Jesucristo. Así se lo explicaba San Pablo a los cristianos de su tiempo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo». No es santo el que dice Señor, Señor, sino el que hace la voluntad de Dios, nos enseña Jesús en el Evangelio.
La imitación de Jesucristo es lo que nos define como cristianos. Jesús hizo de su vida un SI al Padre. “Padre, vengo a hacer tu voluntad». Y de la voluntad del Padre, nadie pudo apartarle, ni la persecución de los enemigos, ni las lisonjas de sus aduladores.
A Jesús no siempre le resultó fácil obedecer a su Padre. Recordemos aquel grito desgarrador en la cruz: «Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has abandonado»?. Y aquel otro: «Padre si es posible aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya». Le costó la pasión, pero la aceptó. No renunció a redimir al mundo, aún sabiendo que no hay redención sin derramamiento de sangre; aquella sangre ha sido el precio de nuestra salvación; y, aunque le costó inmenso sacrificio, no se volvió atrás, aunque le ha costado la vida. Ahora el Padre premia a su Hijo, llevándole al Cielo.
Pues así como tras el sudor de la siembra, está la esperanza de una abundante cosecha, también tras una vida verdaderamente cristiana, hay un Cielo asegurado. Tengamos por cierto que Dios no nos va a defraudar.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo