Frente a la fiebre legisladora que nos invade, quizá sea útil recordar algunas viejas verdades. Santo Tomás de Aquino, el Ángel de las Escuelas, definió la ley como “una prescripción de la razón en orden al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad”. Esta definición nunca ha sido superada, pues recoge las notas esenciales que concurren a la constitución de la ley.
Así pues, la ley es una prescripción de la razón porque esta es el principio de los actos humanos y, en consecuencia, debe ser también regla de los mismos. Si la razón no es fuente de la ley, entonces lo es la voluntad. Siendo así, ¿qué impediría que adquiriesen rango de ley los caprichos del legislador o de la mayoría de sus representados? Además, la ley se ordena necesariamente al bien común por ser este el fin de la comunidad política. Si el bien común no es el fin de las leyes, entonces lo es el bien particular. De ser así, ¿quién podría reprender a un político que busca en el ejercicio de sus funciones únicamente su propio beneficio? No es menos importante su promulgación, pues sería absurdo exigir el cumplimiento de la ley a aquellos a quienes no se ha informado de su existencia. Y, por último, es a todas luces evidente que solo aquel que ha sido constituido en autoridad puede promulgar leyes, pues es propio del superior ordenar al inferior hacia el fin debido, del mismo modo que el cerebro dirige la acción de todos y cada uno de los miembros del cuerpo humano.
De lo dicho hasta aquí se deduce que no pueden existir leyes injustas. La ley es, como hemos indicado, la ordenación de la razón dirigida al bien común, mientras que la injusticia es la violación del bien común. ¿Puede existir algo que procure el bien común y que lo destruya al mismo tiempo? No es necesario ser un virtuoso de la lógica para saber que esta pregunta solo puede ser respondida de forma negativa, so pena de incurrir en una soberana contradicción. Con esto no queremos decir que una ley injusta deje de ser ley por ser injusta, sino que precisamente por ser injusta nunca llega a constituirse en ley; y, en consecuencia, no obliga en conciencia a ningún ciudadano.
Siendo el bien común el fin de la comunidad política, todos los ciudadanos están obligados a procurarlo y defenderlo en la medida de sus posibilidades, teniendo en cuenta su estado de vida y sus circunstancias personales. Entre los muchos modos en que se concreta esta obligación, ocupa un lugar destacado la debida oposición, por todos los medios legítimos, a la aprobación de normas injustas que pretenden usurpar el título de ley. Cuando el bien de la sociedad está en peligro, ningún hombre honrado puede permanecer inactivo. Y en este punto nos viene a la memoria aquella cita de las Sagradas Escrituras en la que San Pedro y los demás apóstoles nos recuerdan que “es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29).
Ignacio Felpeto Criado
Diácono diócesis de Lugo
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