El nacimiento de Jesucristo divide la historia en dos hemisferios: el mundo de las promesas y el mundo de las realidades salvíficas. Con la venida del Mesías, las dádivas de Dios llegan a su plenitud. Las promesas del Cielo ya están cumplidas. Desde la Navidad, el Hijo de Dios habita con nosotros y es «patrimonio de la humanidad».
Dios y el hombre no rivalizan, sino que se atraen. No podemos tener miedo, porque el Niño de Belén no es un Dios temeroso, sino misericordioso: no viene a infligirnos un castigo ejemplarizante, sino a enseñarnos un camino a seguir. Viene a curar nuestras heridas con la medicina de la misericordia. No viene a amedrentar nuestro espíritu con amenazas de reprobación, sino a serenar nuestras conciencias con el don de la paz. El Niño de Belén viene a saldar nuestras deudas con la entrega de sí mismo.
Dios se acerca a los hombres. Las distancias se van acortando entre los dos. Los misterios del cielo natalicio nos revelan que el Mesías es «Dios con nosotros»; Dios para nosotros y Dios en nosotros. Las distancias entre el Cielo y la tierra se han acortado tanto que, en Jesús de Nazaret, Dios y el hombre se abrazaron hipostáticamente. Es decir, que las dos naturalezas de Jesucristo, la divina y la humana, subsisten en la única persona del Verbo. En Jesús de Nazaret, Dios y el hombre se han hecho amigos. El amor de Dios acortó las distancias, y su humildad superó las diferencias.
La Navidad es una declaración de humildad por parte de Dios. En la cuna de Belén se constata que el Señor “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo”. Tendrá el hombre que despojarse de su soberbia, para que el encuentro se produzca. Este encuentro ya tuvo lugar en la Santísima Virgen, porque el Señor miró la pequeñez de su esclava. «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá». La fe y la humildad de María fueron lugares de encuentro entre Dios y los hombres.
Tomemos ejemplo de la Santísima Virgen. Ella, tras la encarnación del Hijo de Dios, tiene conciencia de que el Redentor, que se ha encarnado en sus entrañas, no es sólo para Ella, sino para toda la humanidad. Y en cumplimiento de esta convicción, peregrina a la montaña de Judá, porque su prima Isabel, que está de seis meses, necesita de sus servicios. Es que la fe pone en movimiento, y el principal compromiso de todo creyente es la caridad. María nos da ejemplo de ello, y se desplaza a la montaña. El encuentro sorprendió a Isabel, y en el momento del saludo, el Bautista quedó santificado en el seno de su madre. Es que el que está lleno de Dios, lo comunica. Por eso María, la llena de gracia, nos da a Jesús. Llenémonos también nosotros de virtudes y contagiémoslas a nuestros conciudadanos, para que las huellas del Hijo de Dios, hecho hombre, sirvan de guía a los hombres de hoy y de siempre.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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