La Pascua es verdad. Verdad es la conformidad de lo que se dice y la realidad. Los Evangelios nos dicen que la tumba de Cristo está vacía; que Cristo venció la muerte; que Cristo ha resucitado.
Jesús ha dicho: “Yo soy la verdad». Todo lo de Jesús es verdad: es verdad que es Dios. Es verdad que es hombre. Es verdad que se encarnó por nosotros. Que nos amó hasta el extremo. Es verdad que fue crucificado, muerto y sepultado. Tras su enterramiento, el sepulcro está vacío. Así lo vieron las santas mujeres que trataban de recoger el cadáver de su Maestro. Es verdad que vivo, se apareció a los Apóstoles. Le dijo a Tomás: “mete tus manos en mis llagas». Es verdad que acompañó a dos de sus discípulos camino de Emaús.
Está claro que Jesús, que había muerto en la cruz, ahora vive. Entonces no hay duda de que ha resucitado.
La Pascua es garantía de verdad para nosotros. La resurrección de Cristo es garantía de las maravillas realizadas por Dios en nosotros: es garantía de que estamos elevados al orden sobrenatural; de que somos miembros vivos de Cristo resucitado; es garantía de que también nosotros estamos llamados a resucitar. La Pascua es exigencia de verdad en nosotros: que sea verdad nuestra transformación en hombres nuevos; que sea verdadera nuestra filiación divina; que sea auténtica nuestra fraternidad cristiana. La resurrección es, sobre todo, motivo para que el mundo se convierta en reino de Dios, mediante la convención de los hombres, a la que nos invitó Jesús en las bodas de Canaán de Galilea
La Pascua es amor. Verdad y amor son dos realidades que se complementan: casi se identifican. El amor se realiza en la verdad, y la verdad se vive en el amor. Esto se ve claro en la Pascua de Jesús. En la fuerza de su amor divino “pasó del seno del padre al seno de nuestra sociedad pecadora». En la fuerza de su inmenso amor a los hombres “pasa de este mundo al padre”. En la fuerza de su amor compasivo, se hace igual a nosotros en todo, menos en el pecado. En la fuerza de su amor misericordioso, perdona a los que se arrepienten, y pasa a morar en sus corazones. En la fuerza de su amor de amigo, se queda en la Eucaristía, para recibir nuestra adoración y para escuchar nuestras confidencias; para ser nuestro compañero de viaje, y sobre todo, para reposar sacramentalmente en nuestros corazones.
Eso es la verdad: vivir en el amor. Todo lo que Dios nos pide es que le amemos a Él, y que amemos a todos los que Él ama.
El amor es el único valor absoluto, que relativiza todos los demás valores de nuestra vida cristiana. Lo que hace grande una vida, son los quilates de amor que entran en su aleación.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo