En España existen 4,7 millones de hogares unipersonales. Dos millones de personas mayores de 65 años viven solas, entre las que se encuentran 850.000 de más de 80 años que sufren problemas de movilidad. Todos estos datos, ya de por sí preocupantes, en las presentes circunstancias de aislamiento y de confinamiento, dejan al descubierto el drama silencioso de la soledad. Añádase a los datos anteriores, la calamitosa situación en la que se encuentran más de 300.000 ancianos en las residencias geriátricas del Estado, sufriendo por la situación de aislamiento respecto a sus familias.
La soledad no solo se refiere a una circunstancia exterior, sino que es reflejo de nuestro estado interior. De hecho, hay quienes están a solas sin sentirse solos, mientras que otros se sienten solos en medio de la multitud. De forma muy resumida se podrían identificar cuatro tipos de soledad: la vocacional, la libre y conscientemente aceptada, la egoísta, y la impuesta. Obviamente, las dos últimas –la egoísta y la impuesta— son las que resultan destructivas.
No resulta difícil hacer un elenco de situaciones de soledad, hijas y madres de la desvinculación: La soledad de los niños y adolescentes que se encuentran en un contexto escolar agresivo o en un ambiente familiar desestructurado. La soledad de adultos sometidos a la cruel competitividad, individualista e insolidaria; o la de quienes experimentan los vaivenes de una vida sin raíces y sin horizonte. La soledad de quienes viven sumergidos en la cultura de las nuevas tecnologías de la comunicación, sin encuentros personales de calidad. La “soledad vital” de quienes renunciaron a amar por no sufrir, y ahora no encuentran razones para seguir viviendo. La soledad ante la muerte sin la compañía de la familia y los seres queridos, etc…
La gran aportación del cristianismo frente al drama de la soledad es doble: por una parte, descubrir el tesoro de la soledad vocacionada; y, por otra, desarrollar la llamada a la comunión en el encuentro con el prójimo, especialmente con aquellos que han sido descartados por la sociedad.
En el libro del Deuteronomio se narra cómo Dios salió en busca de su pueblo: «Lo encontró en una tierra desierta, en una soledad poblada de aullidos» (Dt 32, 10). Esa “soledad poblada de aullidos” es la soledad de la lejanía de Dios, plagada de los aullidos del miedo por la incertidumbre, la impotencia, el acoso, etc. Por el contrario, la fe cristiana ha descubierto que en la gruta de Belén la soledad del hombre ha sido vencida. Uno de nuestros más destacados místicos, San Juan de la Cruz, llega a hablar de la “soledad sonora”. En efecto, existe una “soledad habitada” donde se oye el eco del amor de Dios, y se hace presente la comunión con las personas amadas. No olvidemos la existencia de algunas vocaciones muy especiales, como por ejemplo la de los cartujos, en las que el silencio y la soledad son custodiados, para bien de toda la humanidad.
Pero lo cierto es que la soledad solo puede ser hermosa cuando se tiene con quién compartirla. El ser humano se humaniza en la relación. Somos seres sociales por naturaleza. Hemos sido creados para la comunión, no para la autosuficiencia. Os comparto un maravilloso texto bíblico poco conocido: «Más vale ser dos que uno, pues sacan más provecho de su esfuerzo. Si uno cae, el otro lo levanta; pero ¡pobre del que cae estando solo, sin que otro pueda levantarlo! Lo mismo si dos duermen juntos: se calientan; pero si uno está solo, ¿cómo podrá calentarse? Si a uno solo pueden vencerle, dos juntos resistirán. «Una cuerda de tres cabos no es fácil de romper»» (Eclesiastés, 4, 9-12).
Sin duda alguna, en nuestros días alcanzan particular actualidad las conocidas palabras de aquella inolvidable mujer de Dios que optó por los más pobres de entre los pobres; me refiero a la Madre Teresa de Calcuta: «La más terrible pobreza es la soledad y el sentimiento de no ser amado». En una conocida entrevista a la BBC, ella comparaba la pobreza de Calcuta a la de algunos suburbios de las grandes urbes occidentales, a donde también habían llegado las Misioneras de la Caridad: «La pobreza de Calcuta es más física, más material. Pero aquí el sufrimiento es más profundo y más oculto».
En consecuencia, la mayor obra de misericordia en este tiempo que nos toca vivir, no es otra que la de salir al encuentro de quienes padecen una de las más corrosivas lacras contemporáneas: la soledad. Una llamada telefónica, una visita domiciliaria, un café compartido… pueden llegar a ser reflejo del ministerio de la consolación, tal y como lo expresa San Pablo en una de sus cartas: «Él nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios» (2 Cor 1, 4).
Conscientes de todo ello, los obispos de la Provincia Eclesiástica de Pamplona, hacemos publica hoy, solemnidad de Todos los Santos, una Carta Pastoral con el título de “El desafío de la soledad”. Se suma esta reflexión a la Carta Pastoral publicada en mayo por los obispos de la Comunidad Autónoma del País Vasco y Navarra, bajo el título de “Bienaventuranzas en tiempos de pandemia” (Ante la crisis sanitaria, económica y social a causa de la COVID19).
Estas reflexiones confluyen con la llamada a la fraternidad universal del Papa Francisco en su reciente Encíclica “Fratelli Tutti”. ¿Qué sentido tiene reivindicar el cuidado de la “casa común”, al tiempo que permanecemos aislados en una burbuja?
+José Ignacio Munilla
Obispo de San Sebastián
[Carta Pastoral: El desafío de la soledad]
https://www.enticonfio.org/2020/11/01/el-desafio-de-la-soledad-2/
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