En un breve espacio de tiempo, poco más de treinta años, tras la muerte de Jesús de Nazaret, el Cristianismo naciente abarca a casi todo el orbe antiguo, incluida la entonces capital del mundo, Roma. Resurgiendo a partir de pequeñas comunidades domésticas comienza una expansión de tal éxito que ni tuvo ni tiene parangón en la historia de la humanidad. La parábola evangélica del grano de mostaza comenzaba a hacerse realidad. Una ola de fiesta y alegría inundaba pueblo tras pueblo.
Importantes personajes populares, masas de gentes bien consideradas, esclavos y libres, se convierten y se hacen bautizar. Algo nuevo estaba surgiendo. La primavera se reiniciaba como nunca había acontecido. Todo parecía increíble. En muy poco tiempo había sucedido algo que cayó como un rayo de luz sobre los desilusionados campesinos y los frustrados pescadores. Alguien de quien habían oído hablar, que les vio y les conoció, les sedujo para una nueva misión y, sin pedir muchas explicaciones, cambiaron el rumbo de sus vidas y se dejaron cautivar. De pronto se convirtieron en entusiasmados misioneros y en mensajeros de la fe.
¿Qué fue, entonces, lo que transformó estas gentes sencillas, hombres y mujeres de Galilea, en testigos celosos de la fe de tal manera que en el espacio de tres siglos hicieron posible la conversión de importantes pensadores (filósofos griegos) y emperadores romanos? ¿Qué fue, entonces, lo que sucedió, a pesar de las frecuentes persecuciones y de los intentos de exterminio? ¿Qué sucedía en el interior de estos testigos que prefirieron ser arrojados a los leones en los estadios de entonces y morir antes que traicionar su fe y sus principios?
Sin duda la fe en el Resucitado que hoy nos llega a través de la Iglesia, que tiene su origen en el testimonio de María Magdalena (llamada “Apostola Apostolorum”) y en el propio testimonio de los apóstoles que vieron el sepulcro vacío y creyeron. Sucedió el primer día de la semana y desde entonces será para siempre el Día del Señor, el Domingo, el día del descanso. La Pascua permanente y la fiesta de la memoria viva de aquel acontecimiento.
La historia de la Resurrección de Jesús es verdad. El mismo Resucitado fue quien sacó por segunda vez a los discípulos de su mundo habitual, caminó a su lado, les contó de nuevo historias verdaderas, comió con ellos y les hizo experimentar el misterio de la nueva vida que pudieron incluso meter sus dedos en las llagas del crucificado. Aquella Iglesia, como la de hoy, tiene todavía en la chistera la mejor noticia: “Quien cree en Él tiene la vida eterna”. Ésta es la convicción fundamental de los cristianos del mundo y tenemos un montón de razones para ello.
Mario Vázquez
Vicario General diócesis de Lugo
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