La Plaza de Santa María, en nuestra ciudad de Lugo, se hace pequeña para albergar a la multitud de familias y fieles en general, que se unen y reúnen, para celebrar con gozo el domingo de Ramos. Una fiesta de gran tradición y popularidad que supone en el imaginario colectivo el comienzo de la Semana Santa, el inicio de la Semana Grande, que lo es porque se inicia con una entrada “triunfal” y acaba con la celebración festiva del “triunfo” de la vida sobre la muerte en el Domingo de Pascua de Resurrección. Los niños de la Cofradía de la Borriquita, así conocida popularmente, llenan de colorido y de sonidos de tambores y trompetas las calles de la Ciudad del Sacramento.
En diversas ocasiones alenté a los cofrades a mantener viva la Semana Santa desde la hondura y la profundidad de una espiritualidad auténtica y desde la adhesión a la fe en Cristo muerto y resucitado, Señor de la Vida y Dios que nos salva. En el Domingo de Ramos aclamamos al Señor con cantos y palmas por todos los prodigios que hemos visto y vemos realizados por nuestro Dios: cómo lleva a muchos a renunciar a las comodidades de su vida para entregarse al servicio de los que sufren, cómo infunde la valentía necesaria para oponerse a la violencia y a la mentira, cómo en secreto induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, suscitando reconciliación allí donde hay odio y generando relaciones de paz allí donde reina la enemistad. La fe cristiana se fundamentará siempre en esta primera experiencia y afirmación apostólica: Jesús de Nazaret, el crucificado, a quien hemos visto morir abandonado y sufriente, ha resucitado.
Es precisamente, de este hecho histórico-salvífico, de donde emanan, como de una fuente, las celebraciones y las expresiones públicas de la fe, frutos maduros de la bondad de Dios y del alma apostólica de seguidores de Cristo. Seguidores que testimonian, con gozo, la verdad y el bien en la belleza de las imágenes, de la música, de los vestidos, de la escultura y del arte en general. Un arte único cargado de gran simbolismo, con sus obras escultóricas o pictóricas, con las saetas, las marchas procesionales, los desfiles, las representaciones en sus múltiples formas y un renovado sentido de pertenencia a la Iglesia como sacramento de comunión.
En el origen de nuestra Semana Santa, están, sin duda la fe firme en el misterio eucarístico y la religiosidad popular lucenses, expresadas por las Cofradías en sus diversas manifestaciones. Una fe y una religiosidad que fueron, en sus orígenes, movimientos renovadores en la Iglesia y que desde el siglo X fecundaron y fecundan directa e indirectamente la vida religiosa del mundo seglar. Una fe y una religiosidad que crecen y se mantienen vivas en medio de las ideologías dominantes, deseosas algunas de ellas, de encerrar a los católicos en las sacristías y de recluirnos en los templos; una fe y una religiosidad que quieren volver a sus raíces, ser signo vivo de una vida fraterna (eso es el sentido, origen y significado de cofradía) y alentar un compromiso social, cívico y político, de entrega misericordiosa y solidaria en el mundo de la pobreza y de la marginación.
Y esto, como expresión clara y nítida de que la fe no sólo se hace arte y cultura, vida social y digna presencia cívica en medio de la ciudadanía, sino también solidaridad con los pobres y cercanía transformadora que, como el Cristo sufriente de la misericordia, carga con el dolor ajeno y se hace cargo de las miserias de aquellos de quien nadie se acuerda. Este es el círculo espiritual de la vida cristiana: creer, celebrar, orar y comprometerse. Es el círculo de una existencia llena de sentido que humaniza, civiliza y siembra nobles ideales en la sociedad.
Mario Vázquez Carballo
Vicario General y Deán de la Catedral de Lugo
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