@ EL CORREO DE LOS LECTORES

Tocan a Misa

enero 10, 2017 · 23:26 0

Así se avisaban los unos a los otros en nuestros pueblos de antaño.

¡Y todos corrían a la Iglesia!. Hoy con frecuencia corremos, sí, pero es a escudarnos tras diversas disculpas para no ir: «si voy, es para que no digan, y eso es una hipocresía…», “si voy, es porque me obligan, y para eso, mejor no ir…», «no voy porque no entiendo nada…»,  «el cura es un pesado…», «lo que importa es hacer el bien…», «la mayoría no va…», y terminamos con la clásica pregunta:  «Total, ¿para qué ir a misa?».

La respuesta a esta pregunta nos la da el mismo Jesús: «No os podéis imaginar que deseos tenía de comer esta Pascua con vosotros», palabras dichas a sus más íntimos, aquella tarde de jueves en que acudió a compartir con ellos, por última vez, la cena pascual judía.

¿Por qué debemos ir a Misa?.

Muy sencillo: si Jesús desea estar con nosotros, en justa correspondencia, debemos ir a su encuentro.

Todo en el cristianismo parte del mismo principio: Dios nos crea, nos elige, llama a nuestra puerta, desea cenar con nosotros, Dios…, siempre es Dios y solo Dios es  quien lleva la iniciativa. Siempre es él quien desea el encuentro con nosotros. «Adán, ¿dónde estás?» preguntaba en el Paraíso.

A nosotros nos queda solo la opción de satisfacer o no ese deseo, y el compromiso de motivarnos para que la elección tenga sentido positivo. Para poder responder al interrogante de: ¿Cómo apreciar y vivir más y mejor la santa misa? Pero motivarnos, ¿cómo? Creo que reviviendo el sentido de todo cuanto vemos, hacemos, escuchamos y oramos en cada celebración eucarística.

Pienso que así de un mayor conocimiento, pasaremos a un mayor aprecio y desde un mayor aprecio, pronto llegaremos a aprovechar la oportunidad de aplicarnos las maravillosas palabras que pronuncia el sacerdote, durante la comunión: «Dichosos los llamados a esta mesa del Señor».

Para esto debemos sentirnos invitados al banquete, porque sin el sentimiento de «sentirnos invitados», convertido en gozo, nada de lo que venga después tendrá sentido. Todos hemos experimentado desde niños la alegría de sentirnos invitados, así como la de que alguien aceptase nuestra invitación. Lo mismo que el disgusto por la no invitación, o por el rechazo o disculpa ante la nuestra.

Esta ilusión o desencanto no es cosa de niños o de simples humanos, el Corazón de Cristo experimentó otro tanto, y si no recordemos la parábola de aquel Rey que montó en cólera ante las disculpas y no asistencia de sus invitados.

Por eso, si de verdad queremos revivir nuestras celebraciones eucarísticas, comencemos por aquí. Por «sentirnos invitados», por creer que es Dios mismo quien nos invita. Nosotros, tan sensibles ante tantos compromisos sociales con los que a menudo debemos cumplir, no solo no podemos hacerle este feo a él, sino que debe invadirnos el sano orgullo de semejante invitación. Si nos sienta tan mal cuando alguien «pasa» de nuestra invitación, ¿cómo «pasar» nosotros de la de Dios?

Cada Eucaristía es la invitación a una comida familiar, Jesús hace coincidir el comienzo de su Pasión con la celebración de la Cena de la Pascua judía; y es dentro del marco de esta Cena Pascual donde protagoniza la primera Celebración Eucarística. Lo leemos en los Evangelios y lo refrenda San Pablo, cuando dice: «Yo recibí del Señor lo que os transmití: que el Señor, la noche en que era entregado, tomó pan, dando gracias lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo después de cenar, tomó la copa y dijo: esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que la bebáis, hacedlo también en memoria mía».

En la Eucaristía celebramos más que la Última Cena. Celebramos todo el misterio pascual de Jesucristo que abarcará toda su vida, que es salvífica para nosotros. Pero lo hacemos repitiendo los gestos y palabras del Maestro en la última Cena; es decir, lo hacemos dentro de todo cuanto identifica una comida familiar o de amigos. De ahí su palpable semejanza:

Misa y banquete familiar comienzan por un momento de acogida. Un momento entre los que vienen de fuera y quienes los reciben en casa, con besos, saludos, parabienes etc. Y repetido en nuestra Misa por el saludo del sacerdote que en nombre de Dios también acoge a sus fieles. Son los ritos iniciales.

Tras la acogida, en la familia se cuentan las noticias, impresiones, etc. Lo que equivale en la Misa a la liturgia de la Palabra. Dios mismo habla a los suyos con palabras del Antiguo y Nuevo Testamento; palabras que debe aclarar y acercar el sacerdote en la homilía.

Pasado el tiempo de hablar y escuchar, los anfitriones invitan a los suyos a comer. Lo mismo que la Iglesia nos invita a la Liturgia Eucarística. Aquí tenemos tres momentos bien diferenciados: el del ofrecimiento del pan y del vino, el de su consagración y el de su distribución o comunión.

A una buena comida le sigue siempre palabras de gratitud y, por fin, el momento de despedirse. Son los ritos de conclusión o envío, de nuestra Misa. De hecho, el mismo nombre de «Misa», viene de aquí, de esta misión que el Señor nos da al concluir haciéndonos enviados suyos al mundo que nos espera.

Termino con unas preguntas: ¿Cómo vivo la Eucaristía? ¿Soy consciente de que el Señor me envía a anunciar la Buena Noticia? ¿Mi participación en la santa Misa, repercute en mi vida familiar, profesional, social, etc.?

Que el Señor nos ayude a valorar la Misa y ser los apóstoles que él espera de nosotros.

Anónimo

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